marzo 21, 2007

Vida cotidiana en la Lima colonial y del siglo XIX

Fuente:
Lima Antigua
Pablo Patrón
Lima : Imp. Gil, 1935
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Comidas y visitas en Lima antigua
Pablo Patrón


Misturera y sahumadora - Pancho Fierro - 1850


El desayuno de los habitantes de esta ciudad variaba mucho; el más general era el chocolate, pero se solía sustituirlo con la leche vinagre o la cuajadita, como también la llamaban, que se tomaba con miel; otras veces preferían los emolientes, tisanas, frescos, chicha de Terranova cuando querían refrescarse o purificarse la sangre o si se sentían irritados, según sus propias palabras. Después de oír misa iban a pasear en la mañana a la plaza mayor donde delante de la Catedral estaba el mercado o cato, cuyo era el nombre más usado.

Su aspecto era hermoso; en el centro estaban las floreras y mixtureras, formando una calle llamada del Peligro en el siglo pasado, ya sabremos por qué; ocupaban los alrededores de la plaza "muchos tenderijes de mercaderijos indios que vendían mil menudencias, muchas tiendezuelas portátiles y por toda la acera de Palacio corría hilera de cajones o tiendas de madera arrimadas a las paredes, de mercaderes de corto caudal (llamadas cajones de Rivera por ser él quien las introdujo) y en el lado de las casas de Cabildo, como en el mismo cato, nunca dejaba de haber almonedas donde se vendía a precios bajos ropas traídas y cuantas cosas pertenecen para alzar una casa". En el centro, el mercado abundantemente provisto de bastimentos acababa de completar el cuadro.

Allí se vendían en cualesquiera estación toda clase de hortalizas y verduras traídas de España, la suave col, la populosa berenjena, la fresca lechuga, la rizada escarola, los jugosos nabos y zanahorias, las tiernas pencas del cardo, las verdes espinacas y acelgas, los acres y estimulantes ajos y cebollas, muy estimados los primeros de los indios que los comían crudos, los aromáticos culantro, yerba buena y el agradable perejil, los lustrosos y rojos tomates de jugo ácido, todo fresco y de tamaño muchas veces sorprendente, como los rábanos "más gruesos que un brazo de hombre, muy tiernos y de muy buen sabor".

Allí también, las asoleadas y dulces ocas y yanaocas, de gusto parecido al de las castañas, la zumosa xiquima, buena para apagar la sed en el verano; la pequeña raíz cochuchu, que por su dulzor se confitaba; el oleoso maní; la sustanciosa batata tan bien aclimatada en Europa, donde son famosas las de Málaga con que se hacen dulces exquisitos; los melosos camotes; la sápida y suculenta yuca; la azucarada y harinosa achira; el rojo achote de la Nueva España; el bravo y picante ají tanto seco como fresco y de diversas especies, rocoto, mirasol etc.; la carnosa caigua, los aguachentos zapallos, calabazas y entre ellos la pequeña avinca; el lechoso y tierno choclo; los ollucos, tan sustanciosos como la carne; las nutritivas y regaladas papas de toda calidad, unas blancas como la leche y otras amarillas como el oro, todas muy superiores a las cosechadas en Europa.

Las menestras estaban representadas por el blanco arroz de estos valles, especialmente los del Norte y el de la China y Filipinas, los feculentos frejoles y garbanzos, principal comida de los negros esclavos; las pequeñas y obscuras lentejas; las habas alimenticias, todas originarias del antiguo mundo, y por los chatos y albos pallares y las menudas simientes de la quinua oriundas del mundo nuevo. En todo el año no se carecía de varios géneros de frutas como hoy mismo sucede. De las de Castilla había ya gran variedad por los años de 1560 en las huertas de la ciudad y en otros puntos del territorio y todas daban muy buenas por la fertilidad del terreno. Merecen mención los membrillos "algunos como la cabeza de un hombre", las manzanas, camuesas, cermeñas o peras, naranjas, limas, limones, cidras que a veces crecían como "medios cántaros", las uvas prieta y moscatel, traída esta por Caravantes de las Canarias, y que producían racimos de ocho y diez libras, los ciruelos, peros, melones y las granadas de las cuales una de esta ciudad, mayor que una botija de aceite de las de Sevilla, "se llevó en las andas del Santísimo Sacramento en la Procesión de su fiesta".

Negocio pingüe era, pues, en aquel tiempo una huerta, por la utilidad que reportaba la venta de la fruta. Garcilaso nos refiere que D. Antonio de Rivera sacó de una heredad de esas, más de 200,000 pesos. Después se extendieron mucho todas esas frutas y algunas venían desde Chile de donde llegaban perfectamente, después de los doce días del viaje. Pero las frutas mentadas no eran las mejores de nuestra plaza, pues los españoles encontraron en el mundo de Colón muchas desconocidas, y muy superiores a las suyas.

Allí estaban en los puestos, haciendo la boca agua, las frescas y rollizas tunas de carne jugosa, aunque llena de semillas; el amoratado y amarillento pepino tan despreciado hoy como alabado entonces, por refrigerante, sabroso y fácilmente digerible; la fragante y apetitosa piña, entre las que sobresalían las de Saña; los mameyes, unos dulces y otros agrios excelentes para conservas; la globosa, agridulce y sorbible granadilla; las blancas guayabas de olor y sabor, especialmente las de Matos; la madura y pajiza lúcuma de médula seca y algo empalagosa, pero muy gustada en helados; el verde y torcido pacay cuyos blancos capullos los tomaban por algodón los chapetones, o sea los españoles recién llegados; el trascendente palillo; la suave y mantecosa palta, las grandes guanábanas, hasta de cuatro libras de peso; la nectarea chirimoya de pulpa incompararable; el odorífero mango de agradabilísima comida como se dice vulgarmente; los racimos o cabezas hasta de 300 plátanos guineos, largos, de la Isla, etc., de "médula tiesa y de muy buen comer" y otras muchas y más frutas que sería enojoso enumerar.

En otras mesas saltaban a la vista las frías y gelatinosas chapanas, las panquitas de mantequilla fresca, los ricos quesos de vaca y de cabra a tres o cuatro moldes por un real, las famosas aceitunas de esta ciudad y las de botija de Camaná a dos pesos cada una, merced a D. Antonio de Rivera, que por el año de 1560 plantó tres estacas de olivo sevillano, en la heredad de que hemos hablado y la cual fue al poco tiempo propiedad del convento de la Concepción. Después que por obra de Da. María Escobar o Da. Inés de Muñoz, introductoras del trigo, cundió este, se le vendía pelado y también beneficiado en hogazas y panecillos blancos y calientes, que hacían ventajosa competencia a las tortas de maíz.

En otros sitios se expendían la papa seca y el chuño serranos, las grasosas salchichas, morcillas, el relleno dulce, la porcuna manteca usada para guisar en vez de aceite, los cuyes sabrosos, parecidos a las ratas, los venados de exquisito lomo, las perdices grandes de carne tiesa, que muchos guisaban a los dos días de muertas, las pequeñas, llamadas pardillas, semejantes a las codornices y muy gustadas de los conquistadores, los patos de mediano tamaño en comparación con los de Europa, las palomas duendas, de Castilla, las tórtolas o palomas de la tierra, es decir de América, y las torcaces, las gallinas, los conejos de la Península y el suculento pavo de Nueva España, propagados por los conquistadores. Pero ya a fines de 1548 "señaló el Cabildo sitio para carnicería en la orilla del río y mandó que martes y sábado se hiciese rastro donde se vendiese toda suerte de carnes, así de Castilla como de la tierra". Cuando hubo el actual puente "se puso el rastro de la otra banda del río y en el primer lugar sólo se pesaba la carne de vaca". Tres más hubo, el de San Jacinto, el de Pachacamilla para carneros, hasta el año de 1670 en que se construyó allí el beaterío de Nazarenas, y desde 1622 el de Santa Ana. En la calle del costado de Palacio se situó el despacho de carnes y pescado.

En cuanto a carnes secas se encontraban los riquísimos jamones serranos en su mayor parte de Jauja, los ataditos de cecina, los tasajos tanto de charque de carne de res y de llama como los de la gorda chalona de carnero o chivato poco estimada.

Los peces no se podían pescar en la boca del río sino con caña según expresa disposición, y tenían, ya fueran frescos, salados o secos, sitio aparte para la venta. Los había muy regalados y de todo género: plateados pejerreyes, cabrillas de fajas encarnadas, rostrituertos y exquisitos lenguados, róbalos enormes, corvinas blancas y delicadas, cazoncitos de leche, atunes de todo tamaño, bonitos causantes, según Cieza, de la verruga, y hermosos camarones entre ellos confundidos.

Por la plaza y las calles que separaban los tendejones de madera y los portales, se esparcían los paseantes solazándose y comprando frutas y flores. En el siglo pasado las hermosas limeñas, después de recorrer el cato, recalaban a la calle de las mixtureras y floreras, que por los compromisos y codeos era el terror de los varones, sobre todo de los galanes, y llamada por ese motivo "calle del Peligro". ¿Qué percunchante al encontrar en ese sitio a la reina de su alma no había de obsequiarle, y mucho más siendo costumbre, un puchero de flores de a duro cuando menos? ¿Y cómo escapar de las buconas, de las taragotas conchavadas con las vendedoras, para partirse los excesivos precios que éstas cobraban por su mixtura? El tal puchero de flores lo formaban "una margarita, un palillo, uno o dos capulíes, igual número de cerezas y azahar de naranja agria, puesto todo sobre una hoja de plátano del tamaño del cuadro de una octava parte del pliego del papel, salpicadas encima de flores de manzanilla, del alhelí amarillo, del jazmín, de las violetas, la aroma, la margarita, y sobre ellas unas ramas pequeñas de albahaca, del chocho, y a veces ya una vara de jacinto, ya una de junco o una frutilla; todo esto rociado con agua de olor ordinaria, o agua rica o aguardiente de ámbar. Este puchero valía medio real, pero con los diversos agregados de las naranjitas de Quito, el albaricoque, las manzanitas ambareadas, las frutillas grandes, el níspero, la lúcuma pequeña, los claveles llamados entonces de la bella unión, las marimonas, las minutisas, los tulipanes y demás flores recientes, recrecía su precio hasta dos o tres pesos, el cual llegaba a seis y siete cuando tenía la flor nombrada entonces artisma, de valor arbitrario.

Aunque a los mercachifles, como veremos más adelante, se les perseguía y estaba prohibida la venta por las calles de los alfeñiques nevados, bizcochuelos, melcochas y nevado de maní, sin embargo, a fines del siglo XVIII los vendedores ambulantes de todo género pululaban en la ciudad a toda hora del día.

- La lechera indicaba las seis de la mañana.
- La tisanera y la chichera de Terranova daban su pregón a las siete en punto.
- El bizcochero y la vendedora de leche vinagre que gritaba "a la cuajadita" designaban las ocho, ni minuto más, ni minuto menos.
- La vendedora de zanguito de ñajú y choncholíes marcaba las nueve, hora de canónigos.
- La tamalera era anuncio de las diez.
- A las once pasaban la melonera y la mulata de convento, vendiendo ranfañote, cocada, bocado de rey, chancaquitas de cancha y de maní y fréjoles colados.
- A las doce aparecían el frutero de canasta llena y el proveedor de empanaditas de picadillo.
- La una era indefectiblemente señalada por el vendedor de ante con ante, la arrocera y el alfajorero.
- A las dos de la tarde, la picaronera y el humitero y el de la rica causa de Trujillo, atronaban con sus pregones.
- A las tres, el melcochero, la turronera y el anticuchero o vendedor de bisteque en palito, clamoreaba con más puntualidad que la mariangola de la Catedral.
- A las cuatro gritaban la picantera y el de las piñitas de nuez.
- A las cinco chillaban el jazminero y el de los caramanducas.
- A las seis, canturreaba el raicero y el galletero.
- A las siete de la noche pregonaban el caramelero, la mazamorrera y la champucera.
- A las ocho el heladero y el barquillero.

Pero ya es tiempo de volver a ocuparnos de los paseantes que de vuelta a la casa se disponen a almorzar. En el comedor sólo había una mesa de roble, cedro, nogal o granadillo, de tablero ancho y pies torneados y a su alrededor las correspondientes sillas de igual clase; varias rinconeras llenas de loza y cristales situadas en las esquinas completaban el menaje.
El almuerzo poco a poco fue variando hasta que se formó la cocina criolla; en el siglo pasado figuraban en aquél los siguientes guisos: sancochado de cabeza, carne en adobo, chupe, tamales, chicharrones, huevos, plátanos fritos con tostadas o con migas, sopas de mondongo, chanfaina, picantito chilcano, tumbo, zango de ñajú, pastelitos y para cerrar con llave de oro venia el mate o champús de agrio en el invierno, o la monumental jícara de chocolate con las buenas tostadas de mantequilla o el rico trozo de queso fresco o mantecoso. Todos los platos se ponían juntos en la mesa, y no se comenzaba a repartir hasta después que los bendecía el capellán, algún fraile comensal o la persona más caracterizada de la familia.

Servían los esclavos y las niñas y señoras tenían a su lado con ese objeto a sus engreídas a quienes se les daba de la mesa. Los platos, fuentes y cubiertos de plata estaban mezclados con la loza ordinaria, de color y de la china que abundaba mucho, no siendo raras las fuentes muy grandes y de subido valor. En ninguna mesa faltaban las cucharitas de madera, renovadas con suma frecuencia, pues eran de bajo precio sus tercios; que se vendían en la plaza de abastos. Que hubiera o no cubiertos, lo cierto es que las limeñas preferían casi siempre apearse, pie a tierra, con sus pulcras manos llenas de sortijas y armadas de un pedazo de pan se llevaban la comida a la boca.

De la mesa al lecho: la siesta era costumbre inveterada. En el dormitorio se ostentaba la rica y grande cama en un tiempo tan alta que tenía gradas y cubierta con sus cortinajes ya de damasco, ya de brocado, o de gasa fina. Muchas tenían a su cabecera, un crucifijo más chico que grande, de madera barnizada, de hueso, o de marfil. Había además en el dormitorio hermosos cuadros de santos y ricos espejos, unos con marcos de ébano y carey; pero lo más notable era en el de las señoras, la gran cómoda de cedro de pies de león y encima de ella la urna llena de adornos de briscado y plata con un niño Jesús casi siempre de marfil o de cera trabajado en Italia. Por delante de ella y a sus costados estaba el platito de mixtura y los preciosos sahumadores de plata. A todo esto hacía juego el gran armario o ropero de escogida madera, todo enconchado. Por último, debajo del catre se veía un arcón de madera, fuerte, forrado en vaqueta, en donde estaban guardadas las alhajas y la plata labrada que no se usaba de diario.

En cuanto despertaban al medio día, se preparaban para el visiteo, y si era día de pagar visitas mandaban enganchar el coche. Coches, carrozas, furlones, estufas, etc., de todo hubo en Lima, pero las que más se generalizaron, habiendo llegado a seis mil, fueron las calesas de dos ruedas y cuatro asientos, tiradas por una mula. Doradas por fuera, estaban forradas en tela de brocado de oro y plata con flecos de lo mismo y clavazón también dorada y valían de 800 a 1,000 pesos. Aunque en mucho menor número, no faltaban coches tan elegantes o más que ellas, propiedad de las grandes familias, los que llevaban a la zaga un paje con librea galoneada de oro y plata.

En carruajes, sillas de mano, o a bestia, se transitaba por la ciudad; pues, como no había veredas enlozadas y aunque el Cabildo tenía esclavos y carretas para la limpieza, ésta dejaba mucho que desear, era muy molesto andar a pie codeándose a cada paso con los burros cargados de yerba, cal, ladrillos, etc., y aspirando el polvillo de tierra y estiércol que esos animales levantaban. Tal número de bestias, como las empleadas en este trajín urbano, traía un gasto muy crecido de yerba y, para dar abasto a él, todas las chácaras de la campiña estaban sembradas de alfalfa, cuyo cultivo reemplazó al del trigo, una vez que este daba bien. ¡Cuánta diferencia del tiempo en que Lima exportaba harina a Panamá y Tierra Firme!, lo que, cuando Chinchón, se dispuso no se hiciera sin licencia del Cabildo. Desde mediados del siglo XVI la yerba que entraba a la ciudad para su expendio debía ser de 7 palmos de largo cuando menos, y con ese objeto tenía su hierro el Ayuntamiento, y además había de estar dividida en líos cuyo grosor se media por un hilo de un tomín. Sólo en ciertas épocas del año la chala hacía sana competencia a la alfalfa.

En el último tercio del siglo de la conquista se redujo el largo de los estoques, verdugos, espadas con que se salía a la calle, de 9 palmos de largo que tenían a 5 cuartas de fierro u hoja cuando más. Por supuesto que negros e indios no podían usarlos de ningún tamaño. Esta medida dictada para todo el Reino era inmejorable para el Perú, donde menudeaban los encuentros y desafíos al extremo de que se llamara por esa circunstancia la Nueva Italia.

Para recibir a las visitas había en las casas una sala especial con las paredes adornadas de tapetes finos, flamencos o ingleses, en suelo cubierto con una preciosa alfombra y los huecos de las puertas cerrados por elegantes y costosas cortinas llamadas antepuertas. Poltronas de vaqueta con clavazón dorada representando diversas labores o dibujos, casi siempre pavones o águilas de dos cabezas, estaban colocadas cerca de las paredes alternando con taburetes y "preciosos bufetillos de ébano y marfil incrustados con herraje dorado, sobre los que campeaban estatuillas, llamitas, jarros primorosos de oro y plata, cruces de nácar, cofrecillos de concha y plata", y otras mil bujerías de la China. Lugar preferente ocupaba, sobre una vistosa repisa o encima de una mesita apropiada, el gran reloj de campana y torrecillas. Los rincones de la sala no estaban escuetos, sino que habían en ellos grandes escaparates llenos de trabajos de briscados, figuras de piedra de Huamanga y cien preciosidades más de todo género. Ocupaba un lado del aposento el estrado con su tarima de madera o corcho de seis o siete pulgadas de alto y cinco a seis pies de ancho, cerrado por una barandilla, y adornado con alfombras de Persia y mullidas almohadas de seda, terciopelo o damasco y magníficas colgaduras de brocado, terciopelo, etc., "guarnecidas con puntas, encajes de hilo de oro" o franjas de lo mismo. Además de las poltronas y taburetes mencionados, delante del estrado y haciendo juego con él, había sillas tapizadas que sólo se ofrecían a las personas de gran consideración.

En el siglo XVIII se introdujeron los muebles tapizados en cerda, y en las casas de modestos recursos tenían en un sitio apartado, en el alféizar de una ventana por ejemplo, sobre un braserito, una tetera de plata llena de agua hirviendo para servir el mate a los amigos. La conversación rodaba sobre los asuntos del día, la estación, las modas, la salud de los contertulios y la vida del prójimo, etc. Llegada la hora de los cumplidos, los esclavos sacaban los consabidos copones de aromático chocolate llamado por antonomasia el agasajo, tal era la costumbre que había de ofrecerlo; y junto con él las salvillas de plata con platos de perada jalea, cidra y canelones, confites de culantro, anís, almendras, limones calados, carne de membrillo, calabazate, alfeñique, rosquetes bañados, picarones borrachos y los famosos dulces de los conventos de la Concepción y la Encarnación: de pasta, frejoles colados, manjar blanco, etc.

De manera que la afición a los dulces en Lima es antiquísima, por más que el cabildo desde muy atrás hubiera prohibido su elaboración, indudablemente por la escasez de azúcar. En efecto el Ayuntamiento el 29 de Diciembre de 1542 ordenó "que ninguna persona haga confitura de ningún género para vender; pena de pérdida de la tal confitura y más cincuenta pesos por la primera vez, y por la segunda destierro perpetuo de la tierra y más los dichos cincuenta pesos. Por cuanto de hacerse la dicha confitura viene daño a la República, y se hacen los hombres ociosos, vagabundos y habiendo venido mucha azúcar para cosas necesarias y enfermos la han gastado y gastan en las dichas confituras".

Pero continuemos con los agasajos: también se ponían sobre las mesas hermosos azafates llenos de búcaros, bernegales y vidrios, nombre que se daba a los vasos llenos de agua fresca o de canela, limón, de aloja, chicha morada, sangría y bebida de garapiña, ante con ante e hipocrás, licor entonces a la moda. Todos estos líquidos tenían nieve en verano y se tomaban junto con las diversas clases de helados. La nieve la remataba el ayuntamiento y el obligado, así llamaban a los rematistas, vendía la libra a real para el público y a medio al arzobispo, a los regidores, oidores, alcaldes, inquisidores, contadores y oficiales reales, y debía dar gratis diariamente 8 libras al Virrey en Lima y 16 cuando iba al Callao.

En el curso del siglo XVIII se acostumbró dar en lugar del chocolate, y a las once queso mantecoso de la sierra, aceitunas de Camaná o de Ilo, rosquillas de manteca y el buen aguardiente de Locumba, Motocachi, etc. Concluida la colación se despedían las visitas, y siempre la señora de la casa les regalaba, muy en particular a las personas de su sexo, pastillas de sahumerio, de briscado, mixtura, y les rociaba los pañuelos con delicados olores.
Dadas las 4, a la mesa. Una vez la familia acomodada y las viandas bendecidas, se daba comienzo a la comida por la sopa teóloga con menudillos y luego seguían los otros platos criollos tales como el puchero, el estofado, la carapulcra, el caucau, los olluquitos con charqui, el charquicán, conejo en salsa de jérregue con maní, el escabeche, la causa, la jalea, arrimado de coles, diversas menestras, las papas con ají, los anticuchos, y si era día de convite no podían faltar el pavo relleno y la clásica empanada.