Fuente:
Enrique Pinilla. Hombre y artista
Edgar Valcárcel Arze (ed.)
Lima : Universidad de Lima, 1999, pp. 85-90
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Enrique Pinilla. Hombre y artista
Edgar Valcárcel Arze (ed.)
Lima : Universidad de Lima, 1999, pp. 85-90
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Morir en primavera(*)
Armando Robles Godoy
Nunca lo llamé Paco. Para mí siempre fue, y es, Enrique. Hay personas y nombres que se hacen más de la familia que casi todos los parientes, por cercanos que sean; y en mi casa, Enrique siempre fue un prójimo, en el verdadero sentido de la palabra, es decir, un próximo, un semejante, no en la amplitud impersonal, supuestamente cristiana, sino en la exclusividad esotérica del amor.
Cuando recién nos conocimos, hace muchos años, es decir, cuando todavía era solamente Pinilla, descubrí que tenía lo que los limeños llamamos un "mal lejos". Producía la impresión de ser una persona desdeñosa, indiferente y seca. Además, era tartamudo, de aquellos que se demoran un siglo en comenzar o completar una oración. Una noche, en el cine, se sentó delante de nosotros, y en voz muy baja le advertí a Ada, mi mujer, que no fuera a reírse si trataba de hablarnos. A los pocos minutos me vio y le presenté a Ada, que apenas se enfrentó con la tartamudez de Enrique, soltó una carcajada incontenible. Y entonces, Enrique se sonrió; y comencé a conocerlo. Y a quererlo. Pero, sobre todo, a respetarlo.
Muchas veces nos encontramos en el cine, al que amaba igual que yo. A veces, a la salida, comprobábamos brevemente que no coincidíamos acerca del filme que acabábamos de ver, y otras sí, pero siempre coincidimos en que la cinematografía era el lenguaje y el arte más completo y hermoso creado por el ser humano. Él era originalmente músico; yo, escritor. Y ambos, sin desertar del campo nativo, habíamos descubierto que pasar por la vida sin intentar una entrega incondicional y profunda a la belleza mágica del cine era una estupidez. Aun ante la terrible posibilidad del fracaso, seguía siendo una estupidez. Al fin y al cabo, éxito y fracaso son dimensiones relativas, que no limitan ni enturbian las maravillas de la búsqueda.
Un día me preguntó a boca de jarro: "¿Tú eres genio? Porque yo no lo soy". La pregunta, por supuesto, carecía de sentido; pero lo que había de genial en la frase, tartamudeada con gracia, era la evidencia clarísima de que tanto la posibilidad de mi genialidad como la afirmación de su no genialidad le importaban un pito, y constituían las dos caras de una misma imbecilidad. Junto a Enrique se sentía su indiferencia ante las payasadas que convencionalmente se llaman vida, y su interés, casi siempre solitario por algo que estaba debajo de todo, invisible e inaudible, pero que era la esencia de la vida. Por eso, su lógica parecía a veces exasperantemente ilógica.
En una época fue asesor de la Coproci, ese organismo lamentable que ha ejecutado y ejecuta lamentablemente la ley de fomento de nuestra cinematografía. Recuerdo que le pregunté cómo podía desempeñar semejante cargo, y su respuesta fue implacable: "porque me dan pase libre para los cines".
Y en otra ocasión, cuando yo había presentado un cortometraje sobre la música en el cine para su calificación coprócica, en el que había un pasaje con un aria de Aída, me llamó para darme la noticia de que había sido aprobado, pero que él había opinado desfavorablemente. "¿Por qué?", le pregunté. "Porque no me gusta Verdi", fue también su impecable respuesta.
No recuerdo por qué lo busqué cuando iba a comenzar la filmación de mi primer largometraje, Ganarás el pan. Sabía quién era, por supuesto, y me gustaba su música, pero no lo conocía personalmente; y para mí la música en el cine es mucho más importante que el diálogo, y de mi relación con el compositor depende todo, o casi todo. Seleccionar actores es un entretenimiento al lado de esto.
Fue así como comenzó nuestra amistad; muy lentamente, pero muy profundamente; tan lenta y profundamente que cuando murió el 22 de septiembre, a las tres de la tarde, "sin llegar a la primavera", como me lo anunció unos días antes, no pude evitar la sorpresa ante el hecho de que, por quinta vez en mi vida, estaba llorando por la muerte de alguien.
Toda mi filmografía, con excepción de Sonata soledad y de algunos cortos, ha sido musicalizada por Enrique Pinilla. La música que compuso para Ganarás el pan, que es desde luego muy superior a la película, tiene pasajes de una belleza muy especial, en los que supo conjugar el romanticismo más desvergonzado con su estilo moderno, lleno de disonancias y percusiones sorprendentes. Descubrí entonces que trabajar en ése o en cualquier proyecto, por ajeno que fuera a su sensibilidad o a sus aspiraciones musicales, era solamente un catalizador que lo impulsaba hacia su propia creatividad.
En la selva no hay estrellas creo que fue la película en la que trabajó con más gusto. Salvo por el Himno al Sol, de mi padre, en la secuencia de los títulos, y un pequeño motivo de Bach, todo el resto, que era mucho, estaba compuesto fundamentalmente por diversas percusiones, que era el campo donde se movía con más comodidad y placer. Compuso y luego dirigió su grabación en Buenos Aires, largas horas de percusiones dramáticas, románticas y hasta cómicas, muchas de las cuales son excepcionales, y todas, por lo menos, excelentes.
La muralla verde fue, para él y para mí (creo que para todos), un trabajo agotador. La música (más de diez horas grabadas en limpio) estaba formada por un motivo de Bach, uno de Mendelssohn, con variaciones e instrumentaciones diversas, e infinidad de motivos y percusiones originales. Cuando terminó la grabación, que también dirigió en Buenos Aires con instrumentistas seleccionados por él mismo, se sentía tan feliz y tan preocupado como me sentí yo, meses más tarde, cuando pude ver la primera copia de la película.
Espejismo fue, según él, la película mejor sonorizada en la que trabajó. Quedó feliz con todo, y las instrumentaciones que realizó con los motivos de mi padre, que constituyen la mayor parte de la música del filme, realzan enormemente la belleza original de las composiciones y, en algunos pasajes, les prestan una majestuosidad realmente asombrosa. A pesar de lo cual siempre insistió en que él no era un buen arreglista. Más adelante, sin embargo, volvió a demostrar lo contrario.
Trabajamos juntos en varios proyectos menores: unos cortos y un programa radial llamado El cóndor pasa, sobre la vida y la obra de Daniel Alomía Robles; y luego, en 1975, le pedí que se encargara de la musicalización de un proyecto sumamente ambicioso: nada menos que una telenovela de 100 capítulos de una hora, que escribí y que debía dirigir en Bogotá. Hasta allá se fue, y vivimos juntos, en familia, durante más de un mes, durante el cual pasamos largas horas ante el piano y luego en las cámaras de grabación, dando forma a una increíble cantidad de música que había compuesto o arreglado, en un verdadero alarde de inspiración y dominio de la técnica. Compuso hasta valses y marineras, con letra de su esposa, Rafaela, quien demostró una capacidad asombrosa para escribir versos para valses y marineras con una facilidad y rapidez que hasta el propio Enrique quedó atónito. Y eran versos muy lindos.
Pasaron los años y esa amistad lenta se fue convirtiendo en algo natural, que se daba por sentado. En mi casa, decir "Enrique" era referirnos a él, y sólo era necesario el apellido cuando se trataba de otro Enrique. Nos encontrábamos pocas veces, sobre todo en el cine, hasta que hizo su aparición milagrosa otro proyecto, que nos iba a juntar por última vez.
El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Concytec), ese fenómeno cultural del oficialismo peruano, tan bueno que resultaba muy difícil aceptar que fuera real, financió la publicación de la obra musical y folclórica de mi padre, dormida desde su muerte, en 1942 (**). La primera persona a quien llamé fue, naturalmente, Enrique. Le pedí que me asesorara musicalmente y que dirigiera las grabaciones que contendría la publicación. Aceptó, pero -contra su costumbre-me pidió algo: escribir, él, el prólogo de la publicación. La idea me pareció excelente y nos pusimos a trabajar.
Otra vez surgió la magia intensa de la colaboración en una tarea que se ama. Ordenamos los innumerables manuscritos de Alomía Robles, y poco a poco, mes tras mes, fueron despertando los centenares de melodías del folklore peruano, y otros centenares de composiciones de mi padre. Sentado ante el piano, al lado de Enrique, como mucho antes lo había hecho junto a mi padre, volvía a escuchar ese caudal inagotable de música peruana, en una especie de flash back, que nos llenaba a ambos de una profunda emoción. Enrique tocaba muy mal el piano, igual que mi padre, lo que hacía que este viaje al pasado fuera demasiado perfecto; y, como el autor de El cóndor pasa, se entusiasmaba cada vez que descubría una melodía, una armonía, una variación o una búsqueda de una extraña calidad. Aunque, como en este caso, fueran de otro autor. Porque, y esto constituía una de las características más hermosas de Enrique, amaba la música peruana; no a los músicos, sino a la música, venga de quien viniere.
Recuerdo su figura grande y algo pesada, cargando una grabadora monumental que funcionaba sabe Dios cómo, yendo de concierto en concierto y grabando todas las composiciones nacionales que podía, para formar un archivo de nuestra música. Él fue quien me contó que, mucho antes, Radio Nacional había grabado todos los conciertos de la Orquesta Sinfónica Nacional, pero que luego había borrado las cintas para grabar los discursos de Velasco.
Esta anécdota miserable, que al parecer le divertía mucho -porque sintetizaba a la perfección la triste cultura de postrado que caracteriza, en el mejor de los casos, a todos nuestros gobiernos-, era la que lo había impulsado a esforzarse porque nuestra música no se perdiera. Y precisamente en eso trabajaba cuando murió.
Hasta pocos días antes de su muerte se empeñó en bajar de su dormitorio para sentarse en su estudio, ante el piano. Así lo encontraba cuando le llevaba los originales de mi padre, cada vez más triste y silencioso, porque él fue el primero que supo, sin ninguna duda, que estaba muriendo.
Un día me hizo escuchar el cuarteto que estaba componiendo para dedicarlo a la memoria de mi padre. "Es lo mejor que he compuesto", me dijo, y creo que tenía razón. Lograba amalgamar motivos tradicionales muy breves, que súbitamente derivaban hacia sus formas modernas, propias de su estilo; pero, y he aquí lo extraordinario, conservando un inconfundible sabor peruano.
El último día que estuve con él, por primera vez no quiso trabajar, y hablamos de la muerte. "No tengo miedo de morir -me dijo-, pero detesto la idea del hospital, los tubos y el sufrimiento". Y era cierto. Parecía fastidiado y hasta encolerizado por este fin "que no sé por qué me ha tocado ahora, cuando estoy tan lleno de cosas". Y estaba efectivamente lleno de "cosas". Había conseguido ya la financiación para la edición en España de un libro sobre las relaciones entre las formas musicales y las cinematográficas, quería terminar su trabajo en la publicación y grabación de la obra de mi padre, quería escribir el prólogo, quería ver cine, quería filmar, quería soñar y crear, quería viajar, quería disfrutar de la familia que amaba.
Y cuando nos despedimos, sin saberlo, por última vez, me dijo que estaba preocupado, precisamente, por su familia, que había dejado todo para girar alrededor de él. "Enrique -le dije-, si yo me pongo como estás tú ahora y mi familia no deja todo para girar alrededor mío, los mando a todos a la m...". Por primera vez en muchos días se sonrió; pero la sonrisa de Enrique era muy enigmática y nunca se estaba seguro de si se reía de lo que uno había dicho o si se reía de uno.
Murió en casa, sin hospital, sin tubos y -según me contó Rafaela-tranquilamente. "Y sin llegar a la primavera", como él sabía. Pero al día siguiente, cuando lo acompañamos al cementerio la primavera ya estaba ahí, luminosa, cálida. Y mientras terminaban de lapidar su tumba, una pareja de gorriones que habían anidado en un nicho vecino continuaron volando, yendo y viniendo, terminando el nido. Estoy absolutamente seguro de que Enrique se estaba riendo de la huachafería de aquel bello cuadro de la naturaleza.
Fue así como comenzó nuestra amistad; muy lentamente, pero muy profundamente; tan lenta y profundamente que cuando murió el 22 de septiembre, a las tres de la tarde, "sin llegar a la primavera", como me lo anunció unos días antes, no pude evitar la sorpresa ante el hecho de que, por quinta vez en mi vida, estaba llorando por la muerte de alguien.
Toda mi filmografía, con excepción de Sonata soledad y de algunos cortos, ha sido musicalizada por Enrique Pinilla. La música que compuso para Ganarás el pan, que es desde luego muy superior a la película, tiene pasajes de una belleza muy especial, en los que supo conjugar el romanticismo más desvergonzado con su estilo moderno, lleno de disonancias y percusiones sorprendentes. Descubrí entonces que trabajar en ése o en cualquier proyecto, por ajeno que fuera a su sensibilidad o a sus aspiraciones musicales, era solamente un catalizador que lo impulsaba hacia su propia creatividad.
En la selva no hay estrellas creo que fue la película en la que trabajó con más gusto. Salvo por el Himno al Sol, de mi padre, en la secuencia de los títulos, y un pequeño motivo de Bach, todo el resto, que era mucho, estaba compuesto fundamentalmente por diversas percusiones, que era el campo donde se movía con más comodidad y placer. Compuso y luego dirigió su grabación en Buenos Aires, largas horas de percusiones dramáticas, románticas y hasta cómicas, muchas de las cuales son excepcionales, y todas, por lo menos, excelentes.
La muralla verde fue, para él y para mí (creo que para todos), un trabajo agotador. La música (más de diez horas grabadas en limpio) estaba formada por un motivo de Bach, uno de Mendelssohn, con variaciones e instrumentaciones diversas, e infinidad de motivos y percusiones originales. Cuando terminó la grabación, que también dirigió en Buenos Aires con instrumentistas seleccionados por él mismo, se sentía tan feliz y tan preocupado como me sentí yo, meses más tarde, cuando pude ver la primera copia de la película.
Espejismo fue, según él, la película mejor sonorizada en la que trabajó. Quedó feliz con todo, y las instrumentaciones que realizó con los motivos de mi padre, que constituyen la mayor parte de la música del filme, realzan enormemente la belleza original de las composiciones y, en algunos pasajes, les prestan una majestuosidad realmente asombrosa. A pesar de lo cual siempre insistió en que él no era un buen arreglista. Más adelante, sin embargo, volvió a demostrar lo contrario.
Trabajamos juntos en varios proyectos menores: unos cortos y un programa radial llamado El cóndor pasa, sobre la vida y la obra de Daniel Alomía Robles; y luego, en 1975, le pedí que se encargara de la musicalización de un proyecto sumamente ambicioso: nada menos que una telenovela de 100 capítulos de una hora, que escribí y que debía dirigir en Bogotá. Hasta allá se fue, y vivimos juntos, en familia, durante más de un mes, durante el cual pasamos largas horas ante el piano y luego en las cámaras de grabación, dando forma a una increíble cantidad de música que había compuesto o arreglado, en un verdadero alarde de inspiración y dominio de la técnica. Compuso hasta valses y marineras, con letra de su esposa, Rafaela, quien demostró una capacidad asombrosa para escribir versos para valses y marineras con una facilidad y rapidez que hasta el propio Enrique quedó atónito. Y eran versos muy lindos.
Pasaron los años y esa amistad lenta se fue convirtiendo en algo natural, que se daba por sentado. En mi casa, decir "Enrique" era referirnos a él, y sólo era necesario el apellido cuando se trataba de otro Enrique. Nos encontrábamos pocas veces, sobre todo en el cine, hasta que hizo su aparición milagrosa otro proyecto, que nos iba a juntar por última vez.
El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Concytec), ese fenómeno cultural del oficialismo peruano, tan bueno que resultaba muy difícil aceptar que fuera real, financió la publicación de la obra musical y folclórica de mi padre, dormida desde su muerte, en 1942 (**). La primera persona a quien llamé fue, naturalmente, Enrique. Le pedí que me asesorara musicalmente y que dirigiera las grabaciones que contendría la publicación. Aceptó, pero -contra su costumbre-me pidió algo: escribir, él, el prólogo de la publicación. La idea me pareció excelente y nos pusimos a trabajar.
Otra vez surgió la magia intensa de la colaboración en una tarea que se ama. Ordenamos los innumerables manuscritos de Alomía Robles, y poco a poco, mes tras mes, fueron despertando los centenares de melodías del folklore peruano, y otros centenares de composiciones de mi padre. Sentado ante el piano, al lado de Enrique, como mucho antes lo había hecho junto a mi padre, volvía a escuchar ese caudal inagotable de música peruana, en una especie de flash back, que nos llenaba a ambos de una profunda emoción. Enrique tocaba muy mal el piano, igual que mi padre, lo que hacía que este viaje al pasado fuera demasiado perfecto; y, como el autor de El cóndor pasa, se entusiasmaba cada vez que descubría una melodía, una armonía, una variación o una búsqueda de una extraña calidad. Aunque, como en este caso, fueran de otro autor. Porque, y esto constituía una de las características más hermosas de Enrique, amaba la música peruana; no a los músicos, sino a la música, venga de quien viniere.
Recuerdo su figura grande y algo pesada, cargando una grabadora monumental que funcionaba sabe Dios cómo, yendo de concierto en concierto y grabando todas las composiciones nacionales que podía, para formar un archivo de nuestra música. Él fue quien me contó que, mucho antes, Radio Nacional había grabado todos los conciertos de la Orquesta Sinfónica Nacional, pero que luego había borrado las cintas para grabar los discursos de Velasco.
Esta anécdota miserable, que al parecer le divertía mucho -porque sintetizaba a la perfección la triste cultura de postrado que caracteriza, en el mejor de los casos, a todos nuestros gobiernos-, era la que lo había impulsado a esforzarse porque nuestra música no se perdiera. Y precisamente en eso trabajaba cuando murió.
Hasta pocos días antes de su muerte se empeñó en bajar de su dormitorio para sentarse en su estudio, ante el piano. Así lo encontraba cuando le llevaba los originales de mi padre, cada vez más triste y silencioso, porque él fue el primero que supo, sin ninguna duda, que estaba muriendo.
Un día me hizo escuchar el cuarteto que estaba componiendo para dedicarlo a la memoria de mi padre. "Es lo mejor que he compuesto", me dijo, y creo que tenía razón. Lograba amalgamar motivos tradicionales muy breves, que súbitamente derivaban hacia sus formas modernas, propias de su estilo; pero, y he aquí lo extraordinario, conservando un inconfundible sabor peruano.
El último día que estuve con él, por primera vez no quiso trabajar, y hablamos de la muerte. "No tengo miedo de morir -me dijo-, pero detesto la idea del hospital, los tubos y el sufrimiento". Y era cierto. Parecía fastidiado y hasta encolerizado por este fin "que no sé por qué me ha tocado ahora, cuando estoy tan lleno de cosas". Y estaba efectivamente lleno de "cosas". Había conseguido ya la financiación para la edición en España de un libro sobre las relaciones entre las formas musicales y las cinematográficas, quería terminar su trabajo en la publicación y grabación de la obra de mi padre, quería escribir el prólogo, quería ver cine, quería filmar, quería soñar y crear, quería viajar, quería disfrutar de la familia que amaba.
Y cuando nos despedimos, sin saberlo, por última vez, me dijo que estaba preocupado, precisamente, por su familia, que había dejado todo para girar alrededor de él. "Enrique -le dije-, si yo me pongo como estás tú ahora y mi familia no deja todo para girar alrededor mío, los mando a todos a la m...". Por primera vez en muchos días se sonrió; pero la sonrisa de Enrique era muy enigmática y nunca se estaba seguro de si se reía de lo que uno había dicho o si se reía de uno.
Murió en casa, sin hospital, sin tubos y -según me contó Rafaela-tranquilamente. "Y sin llegar a la primavera", como él sabía. Pero al día siguiente, cuando lo acompañamos al cementerio la primavera ya estaba ahí, luminosa, cálida. Y mientras terminaban de lapidar su tumba, una pareja de gorriones que habían anidado en un nicho vecino continuaron volando, yendo y viniendo, terminando el nido. Estoy absolutamente seguro de que Enrique se estaba riendo de la huachafería de aquel bello cuadro de la naturaleza.
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(*) Publicado originalmente en: El Comercio. Suplemento "El Dominical". Lima, 22 de octubre de 1989.
(**) llegaría a publicarse posteriormente: "Himno al Sol : la obra folclórica y musical de Daniel Alomía Robles" (Lima : CONCYTEC, 1990, 3 v., 1528 p. + 7 casetes, il.)
Video
Trailer de "Espejismo" (1972)
Dirección: Armando Robles-Godoy
Musicalización-sonorización: Enrique Pinilla
Producción: Bernardo Batievsky
Musicalización-sonorización: Enrique Pinilla
Producción: Bernardo Batievsky
Enlaces
Daniel Alomía Robles en primera persona
Página de la película "Espejismo"
Concierto, 10 años después
Amistad entre pentagramas - "Cuatro compositores representativos de la generación del 50 celebran más de medio siglo de amistad y música..." [Francisco Pulgar Vidal, César Bolaños, Edgar Valcárcel y Leopoldo La Rosa] - Rev. Variedades, jun. 2008
Página de la película "Espejismo"
Concierto, 10 años después
Amistad entre pentagramas - "Cuatro compositores representativos de la generación del 50 celebran más de medio siglo de amistad y música..." [Francisco Pulgar Vidal, César Bolaños, Edgar Valcárcel y Leopoldo La Rosa] - Rev. Variedades, jun. 2008
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