enero 25, 2010

Aproximaciones a la música y la danza mochicas


El siguiente texto forma parte de la publicación en línea "Los mochicas", que hace algunos años publicó perucultural. Cada título de sección en este post, va directo a la URL que permite ver todas las las ilustraciones señaladas numéricamente. Para cotejar las citas bibliográficas que hace el autor, es necesario consultar la fuente virtual original: http://losmochicas.perucultural.org.pe/   (enlaces alternativos: Tomo I   Tomo II)
//m. cornejo


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Fuente:
Los mochicas
Rafael Larco Hoyle
Lima : Museo Arqueológico Rafael Larco Herrera, 2002, 2 t. (T. II, pp. 166-181)
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Músico ciego con tambor (fig. 176)
El pueblo mochica, como todos los pueblos de la humanidad que llegaron a un alto grado de civilización y de refinamiento en sus artes, encontró en la música y la danza, a la vez que un deleite espiritual, la más viva y animada expresión de sus sentimientos y de su mundo anímico. Ambas traducen un sentido, toda una filosofía y, para que no pierdan en elevación y nobleza, se les da un origen divino, como en el caso de los mochicas, que concebían la música y la danza como atributos supremos de la divinidad y los más generosos dones concedidos por ella a sus hijos predilectos.

Son innumerables las representaciones escultóricas que encontramos en el arte mochica dedicadas a los músicos. Los instrumentos hallados y las pictografías, que son anécdotas bien logradas de esta actividad, prueban el arraigo de ésta en el pueblo que nos ocupa y su intervención en los ritos y costumbres, que fueron modelando las instituciones religiosas, gubernamentales y guerreras.

Comparsas de músicos y danzarines aparecen como personajes importantes en las solemnes ceremonias del culto divino. En la celebración de los éxitos bélicos, en las festividades en homenaje a sus grandes jefes, y en toda manifestación en que el alma colectiva vibrara plenamente. Un atento estudio de esta modalidad mochica nos permite clasificar su música y danza en danzas de carácter agrario y todas las que se refieren a la organización del trabajo. Las danzas, como todo el arte mochica, están embebidas de un profundo simbolismo. Hoy en día existen en el interior del Perú, en la zona de los Andes propiamente, rezagos de este arte antiguo, que, con acusadas diferencias locales, ofrecen una gran unidad de fondo en todo el Perú precolombino.

Encontramos danzas de carácter guerrero como “los pallos”; otras de carácter religioso, decididamente influidas por el cristianismo, aun cuando en sus raíces palpita ese sentido panteísta del hombre peruano; y finalmente, algunas de modalidad rural, como la muy hermosa danza denominada “los yungas” y “los aucas”, que hemos descrito en la publicación dedicada a la Agricultura.

¿Cómo fue la música mochica? He aquí un tema erizado de obstáculos para su segura dilucidación. ¿Fue como la pentatónica incaica o como ese sistema pre-hispánico con semitonos de algunas altas culturas andinas, tan hábil y profundamente estudiado por el argentino Carlos Vega?

La pentafonía de la música aborigen peruana ha sido ampliamente estudiada. Vicente Forte, crítico musical argentino de firme prestigio y muy profunda cultura, hace al respecto las siguientes observaciones: “Sería pueril imaginar en uno la pretensión de haber descubierto el pentatonismo en el cantar americano. Los estudiosos saben perfectamente que ello ha sido fijado ya en los trabajos de Alomía Robles, Alviña, y en Friedenthal (Des Incas) (1925), que es el trabajo más completo que se ha hecho de la música incaica. Tampoco es nuestro intento recordar de nuevo la teoría del pentatonismo, problema que ha sido ya tratado por muchos musicólogos, y especialmente por el gran Gevaert, en su Traité d’harmonie, obra fundamental para los que quieran penetrar en la estructura modal de las canciones populares”. El pentatonismo ha sido acusado de monótono, pero Gevaert, citado por Forte, dice magistralmente: “La ausencia de disonancias y semiconsonancias da a las melodías pentatónicas una dulzura singular”. Y Hugo Riemann (también citado por Forte) dice a su vez: “Las melodías basadas sobre esta escala tenida por defectiva son sanas y vigorosas, libres de todo afeminamiento y se pueden entender siempre en sentido mayor y menor”.

Como ya indicamos al comenzar este capítulo, Carlos Vega, junto a la música de cinco tonos del Perú prehispánico, asegura que existió y sobrevive un sistema muy antiguo con semitonos, habitual a las altas culturas andinas. Basa el citado autor esta teoría en el estudio de un juego completo de flautas de Pan, introducidas de Bolivia a la provincia de Jujuy en Argentina. Y dice: “Cada instrumento, cada pieza independiente, es solamente la mitad del instrumento. Se necesitan dos piezas compañeras, tocadas por dos hombres, para que la ejecución de melodías sea posible. Pues si en una flauta está la nota do, en la otra está la nota re, y así sucesivamente. El procedimiento de distribuir la escala entre dos instrumentos es conocido tanto en América (Noroeste del Brasil, Perú y Bolivia), como en el Pacífico (Indonesia, entre otros)”. La escala norma que se obtiene de la afinación de las flautas de Jujuy es la siguiente: Do, Re, Mi, Fa sostenido, Sol, La, Si. Y el autor aludido la explica así: “Esta gama se diferencia de la de do mayor europea, en que tiene fa sostenido, en vez de fa natural, y ese fa sostenido es la sexta quinta del círculo que siempre, en cualquier nota que empecemos, viene a quedar a intervalo de cuarta aumentada de la nota inicial”.

Madame D’Harcourt llamó “mestiza” a esta escala. Resultado, según esta ilustre investigadora, de la influencia de los cantos litúrgicos europeos en el músico aborigen, cuya sensibilidad impresionaron tan extraordinariamente que le obligaron a añadir los grados de que consta dicha escala, distinta de la gama pentatónica americana, y que ha sido utilizada por todos o casi todos los pueblos primitivos. Hecha esta glosa de suyo tan interesante, queremos dar nuestra opinión sobre la música mochica.

Las flautas y antaras encontradas en las tumbas norteñas son similares a las halladas en Nasca. Estudios hechos últimamente nos demuestran que los nativos costeños no usaron la escala pentatónica, sino la de siete notas. Y vamos más allá, pues en las pictografías se comprueba la existencia de conjuntos musicales con instrumentos de mayor o menor tamaño, que, como los que emplean los indígenas de hoy, son confeccionados adrede en notas diferentes, con el objeto de producir música armoniosa y rica en tonos.

Nuestras observaciones nos permiten aseverar que existían verdaderas orquestas a base de flautas de Pan, quenas, tambores y sonajas, cuyos sonidos combinados producían melodías en extremo hermosas. Estimamos que entre los mochicas existían conocimientos profundos de las leyes y reglas que rigen la acústica, conocimientos que aplicaban a la factura de sus instrumentos y hasta en los vasos llamados “silbadores”. Respecto de estos curiosísimos vasos, es interesante anotar que los sonidos que emiten son muy semejantes a los de los animales que se representan en esos vasos, y en los casos en que el cacharro representa a la muerte, el sonido que produce es lúgubre, quejumbroso.

Entre los músicos mochicas, como sucede hoy, abundan los ciegos en su cerámica, tocando quenas y tambores (Fig. No. 176). Fue una profesión lucrativa y muy estimada, y seguramente el músico tuvo en la escala social de este pueblo una buena ubicación.

Instrumentos

Caramillos

Los antiguos mochicas utilizaron caramillos de cinco, seis y siete tubos, hechos de cañas o carricillos, de arcilla y de plata. Se conocen estos instrumentos en el norte con el nombre de andarillas, mientras que los quechuas los llamaban antaras (Fig. No. 177). Entre los objetos chimús que posee el Museo Arqueológico Rafael Larco Herrera, hemos encontrado caramillos de plata muy pequeños y de cuatro a cinco tubos. Parece que el tamaño variaba de acuerdo con las notas que se querían dar.

Las siringas de los antiguos peruanos, hermanas del célebre caramillo del dios Pan, son utilizadas hasta hoy por todos los pueblos de la sierra peruana y boliviana, y en general por el indio. Son famosas las zampoñas de los habitantes de la hoya del Titicaca. Si bien estos instrumentos son rarísimos y el Museo Arqueológico Rafael Larco Herrera cuenta solamente con uno de ellos, a menudo encontramos individuos tocándolos. En las tumbas nasquenses se han hallado muchas antaras hechas de barro que han soportado la acción destructora del tiempo.

Quenas

Las flautas o quenas eran hechas de huesos humanos, de huesos de llama y de alas de cóndores. Las más grandes eran de caña. Las pequeñas, de hueso, que tenían tres, cuatro y hasta cinco orificios, emitían sonidos agudos, y las de caña, que llegaban hasta seis huequecillos, producían sonidos un tanto graves, de un dejo triste, casi lúgubre (Fig. No. 178). Las embocaduras de estos instrumentos eran exactamente iguales a las quenas que se usan hoy en todo el Perú.

Trompetas

Existían varios tipos de trompetas. Las de caracol, que estaban hechas de arcilla, imitan en sus formas los diferentes tipos de este marisco que tanto abunda en la costa del Perú (Fig. No. 179), y aquéllas en las que se utilizaba el Strombo, que llevaba embocadura de cobre o de plata en el extremo más cerrado (Fig. No. 180). Siendo muy raros estos moluscos, parece que sólo eran utilizados por los grandes jefes. En este caso eran adornados con incrustaciones de metal, concha de perla, concha de abanico, turquesas, y con estas, otras piedras preciosas de colores vivos que se adherían al instrumento mediante una materia resinosa. El sonido que producían estos instrumentos era grave y profundo, lo que hacía que fueran principalmente empleados en los toques de guerra. Su impresionante eco era escuchado a grandes distancias, y tenía toda la vibración y embrujo de un toque de somatén para las masas.

Los mochicas, siguiendo la forma que adoptaban los caracoles, hicieron las trompetas de vuelta semejantes a la espiral de la trompa moderna, cuyos sonidos son idénticos a los que producen las que acabamos de describir (Figs. Nos. 181, 182 y 183). Había también trompetas rectas que emitían un sonido fuerte y menos grave que las otras en espiral (Fig. No. 184). Las trompetas llevaban un hueco en el espacio más angosto, por el que pasaba una cuerda para poder sostener el instrumento alrededor del cuello de quien se servía de él (Fig. No. 185).

La danza

Danza "Los yungas" (fig. 191)



Son pocas las pictografías mochicas que poseemos en todo cuanto se relaciona con la coreografía de esa época. En las que existen en el Museo Arqueológico Rafael Larco Herrera se percibe que en esa etapa toda danza era colectiva e igual a las que se practican hoy en los pueblos andinos de la América del Sur.

Al observarse los atavíos pueden diferenciarse dos tipos: los guerreros y los populares. En las danzas bélicas tomaban parte individuos lujosamente ataviados en calidad de simples soldados, quienes eran dirigidos en sus movimientos por otros que exhibían la indumentaria y atributos de los grandes jefes. Todos llevaban, pendientes de las piernas, gran cantidad de cascabeles y maichiles, que imprimían alegría y sonoridad, y colaboraban en sus ágiles esguinces y vueltas.

Hemos observado que algunas de las danzas eran ejecutadas con los bailarines cogiéndose de una cuerda. La música del acompañamiento era de quenas y tambores. Si bien en los bailes populares la indumentaria que muestran los danzantes es menos vistosa que la de los guerreros, sí guardan similitud con la de éstos.

Entre estas danzas populares se destacan las realizadas en homenaje de los grandes señores. La figura No. 190 nos presenta una de estas escenas. Los danzarines, cogidos de la mano, siguen a un músico con su tamborillo. Todos inclinan humildemente la frente en acto de sumisión al hombre superior, igual que hoy –como ya hemos dicho– hacen los pueblos de la sierra peruana en sus bailes de pleitesía a una imagen venerada, generalmente del santo patrón de la aldea o de un personaje de relieve entre ellos. En las danzas de pleitesía que se ejecutan hoy es curioso anotar que de la época mochica subsisten la faldilla, los gorros y los adornos de tela sobre los hombros; pero no debemos olvidar que en estas últimas ha dejado una huella profunda el cristianismo, y que al ser bien analizadas, resultan en una mixtura de culto a la naturaleza y al Dios cristiano, de paganismo y de fe católica.

Ya llevamos dicho que las danzas mochicas eran de tres tipos: religiosas, guerreras y populares. Estas danzas ofrecían un profundo sentimiento simbólico, y muchas han sobrevivido hasta hoy, principalmente en los pueblos andinos. Respecto de las danzas indias actuales, rica herencia artística del antiguo Perú, vale la pena recoger estas interesantes observaciones, formuladas por Uriel García: “Gran parte de las danzas indo-peruanas mantienen un estrecho vínculo con el sistema de trabajo y producción, especialmente aquellas que se originan de costumbres prehistóricas. El trabajo dio carácter y estilo a la expresión del sentimiento estético y hasta a la vida en general. Ningún pueblo como el de las serranías del Perú está en tan íntimo ligamen con la tierra productiva, con la naturaleza valorizada, ya como concepto de intuición sensible, ya como emoción de contenido irracional.

Danzas religiosas en forma de conjuros y simbolismos mágicos, danzas deportivas, guerreras, costumbristas y amatorias, todas tienen en lo más íntimo de su estructura un nexo con el ambiente tomado como valor. En su mayor parte vienen a ser parodias o exaltaciones placenteras del trabajo, de la intensa lucha del hombre con los medios de vida”.

La danza de “los yungas” y “los aucas” (Fig. No. 191) es precisamente una hermosa parodia de las faenas de la siembra y de la vida agraria en general. Y ésta, como las otras de este tipo, encierra gran simbolismo. Exaltan la actividad productiva, que crea bienestar y riqueza. Son bellas anécdotas de la labor agraria en todas sus fases, desde la iniciación de los cultivos roturando la tierra y abriendo acequias de regadío, hasta la recolección de los frutos, con pasajes como el de la siembra, sugerentes como pocos: la sembradora, en lugar de semillas, utiliza flores en la danza, las mismas que va depositando en los surcos simulados, acompañándose de movimientos rítmicos de gran plasticidad.

Estas danzas agrícolas practicadas hoy son supervivencias de las mochicas; es por ello que el pueblo llama a quienes toman parte en ella “la banda de los yungas” o sea, los danzarines de “las tierras calientes”, como en el antiguo Perú se denominaba a los valles del litoral.

Danzas guerreras

Las danzas guerreras mochicas, que figuraban en un mismo plano con las agrícolas en la estimación de este pueblo, se caracterizaban por movimientos rítmicos bastante bruscos, demostrativos de la energía y pujanza de los guerreros que las desempeñaban. Un alarde de vigor, de fuerza animal violenta, daba color a estos bailes (Fig. No. 192). Los danzarines llevaban faldilla corta y muy vistosos adornos de cabeza. Todos danzaban a los sones de quenas y de un tambor; los golpes de tambor los hacían variar de movimientos. Este instrumento marcaba el ritmo coreográfico.

En las actuales danzas guerreras, reminiscencia de las de los tiempos que investigamos, los bailarines (Fig. No. 193) forman grupos de diez a doce personas que ejecutan variadas evoluciones alrededor del músico que ocupa el lugar central. Danzan en círculo, siguiéndose los unos a los otros, movimiento que luego varía en una incursión hacia el centro, y después viene el cruce de espadas o pañuelos, que han sustituido a las porras mochicas. Son incansables, ya que danzan día y noche durante la celebración de fiestas religiosas o en los homenajes a los notables de la población rural en que actúan. Los vestidos que llevan atraen por la vivacidad de sus colores. En el cuello suelen lucir collares de variadísimas formas. Los danzantes, humildemente, al iniciar y terminar sus giros, se postran ante el personaje de sus homenajes, como parece hacían los mochicas, según las pictografías que nos quedan de ellos.

Danzas religiosas

Un estudio minucioso de los vasos de carácter religioso que poseemos nos ha llevado a la conclusión de que en las grandes ceremonias religiosas existían danzas de carácter simbólico en las que individuos con máscaras y atavíos adecuados representaban la vida de la divinidad humana Ai Apaec, y muy especialmente sus triunfos sobre los demonios que mantenían en constante zozobra al mundo.

Si observamos cuidadosamente estos casos, los individuos tienen sobre la cabeza, y aseguradas con amarras, máscaras hechas con los rasgos característicos de la divinidad, del demonio vampiro, del demonio Strombo, del de las Piedras y demás. Otros representan a los pájaros, inseparables compañeros de Ai Apaec. Es de suponer la brillantez de sus festividades religiosas, a base de estas evocaciones simbólicas en las que ponían todo su arte en las danzas, en la música, así como en la belleza de los atavíos.

La costumbre de utilizar estas máscaras perdura hasta hoy, con la diferencia de que la influencia decisiva del cristianismo ha modificado el fondo; y hoy en nuestras serranías, así como en Huanchaco, pueblo costeño, en las festividades religiosas salen las comparsas de danzarines con máscaras de diablos. En Cajabamba, estos individuos realizan durante la festividad la labor de policía, manteniendo el orden en las calles. Llevan en una mano un sable y en la otra un largo látigo. Son, en realidad, durante la fiesta, los dueños del pueblo, y tienen derecho a cometer todas las diabluras que se les venga en gana. Los asistentes soportan a veces el castigo que éstos les imponen con sus látigos, sin decir palabra, cosa que no aceptarían ni de los agentes policiales. Y al pasar cerca de las personas que venden comestibles ensartan con su espada lo que quieren, y se lo llevan entre saltos y movimientos grotescos, ante las risas y alegría del público, y la mirada resignada del que ha sufrido el perjuicio.

Es interesante notar que la vestimenta de los diablos de Cajabamba se asemeja mucho a la de los danzarines que encontramos en las pictografías. Usan faldilla corta, pantalones a la pantorrilla de colores variados y adornados con lentejuelas que dan al vestuario destellos de luz y colorido.

En conexión con estas costumbres, es más interesante observar lo que en Santiago de Chuco se llama La Banda de la Región. También se compone de diablos que llevan máscaras, cada cual más grotesca y exótica, que constituyen el terror de los niños. Usan largos látigos, pero al contrario de los diablos de Cajabamba, no usan faldilla sino vestidos corrientes con casaquilla corta de colores verde, rojo, morado, entre otros. No solamente tiene ésta el baile y la música, sino que presentan cuadros jocosos y de carácter religioso. Toman parte en esta danza: un ángel, una mujer y Lucifer (Fig. No. 194), que es el jefe de la comparsa. La mujer es asediada continuamente por el diablo, y el ángel armado de una espada la defiende. Si bien esta escena tiene todo el barniz del cristianismo, es posiblemente un rezago de las luchas de los demonios con el dios que representaba el bien en el universo. En la figura No. 338, en el capítulo referido a la religión, aparece Ai Apaec llevado por sus dos amigos, los pájaros, después de las terribles luchas con los demonios. Existe en nuestras serranías una comparsa por demás interesante llamada Los Gavilanes (Fig. No. 195), compuesta de tres personas: el gavilán macho, el gavilán hembra y el polluelo. Llevan estos individuos máscaras idénticas a las que vemos en la citada pictografía y en muchos huacos.

Es indudable que en el folklore peruano de hoy, que desgraciadamente tiende a desaparecer, existen aún los rezagos de las culturas prehistóricas que se desarrollaron en cada región de este país. La civilización moderna ha destruido casi totalmente estas costumbres en la costa; y hoy, como si el alma indígena buscara un lugar en donde supervivir con su música y sus danzas, se ha retirado a las montañas, y guarda como un tesoro estos rezagos del pasado que constituyeron la nota vibrante de su liturgia y de sus festividades conmemorativas de las proezas gloriosas de su raza.


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