abril 25, 2018

"Algo sobre títeres"


Fuente:
Peruanidad / órgano antológico del pensamiento nacional
Lima : Ministerio de Gobierno : Dirección de propaganda e informaciones, Vol. II, set-oct. 1942, N° 10, pp. 818-823


Algo sobre títeres
José Gálvez


Representación del teatrillo ambulante de Ghetanaccio, probablemente en la
Piazza di Pasquino. Collezione Maria Signorelli


Dije alguna vez, y lo repito, cuánto me había tentado, y cómo había caído en la tentación, el tema de los títeres. Hace ya muchos años publiqué una crónica a base, sobre todo, de recuerdos personales, y, con ligeras variantes, la incorporé a “Una Lima que se va. . . “  Después para una exhibición de Amadeo de la Torre en “La Pascana” pergeñé unas palabras con la buena fortuna de haber sido reproducidas en “La Prensa” y en “Turismo" de Lima y en gran parte traducidas en el libro anual de la Asociación de titiriteros de Estados Unidos. Con mi autorización, y el aditamento de algunos datos, aparecieron en la edición de Puppetry 1940, del Profesor de la Universidad de Michigan señor Paul Mc Pharlin.  He dado, además, una charla por radio y como si no fuera bastante, en “Insula”, hoy, se me vuelve a solicitar para lo mismo.

Agradezco la oportunidad para este majar mío, por cierto muy a gusto, por la obstinada pertinacia -en este caso la redundancia es disculpable-  de mi afán restaurador de cosas viejas. De alcance en alcance, de remiendo en remiendo, ampliando y esclareciendo, forjando y remodelando, como quien dice cayendo y levantando -parece se me impone el gerundio por asociación de Mama Gerundia, la mujer de Don Silverio- he ido acreciendo mis conocimientos y he vuelto a pecar una y otra vez más.

Este arte de los títeres viene de muy atrás y envuelve una ilusión remotísima casi divina, de manejar aunque sea muñecos. En él se esconde el muy humano afán de la dominación, unido al deseo de escapar del mundo real para entrar en la menuda y grácil transfiguración de otro más dócil y festivo.

Viene de muy lejos. No sólo lo cultivaron los griegos -maestros en todo- y también los romanos, sino seguramente los egipcios. El arqueólogo francés Gayet encontró en la tumba de la danzarina Jelmis, en tierra de los faraones, figulinas mecánicas para alguna farsa religiosa, o, tal vez, para cierta forma de pantomima. Sin embargo, en el libro del Profesor Mc Pharlin hay una nota de C. H. Stern, dubitativa, por lo menos, acerca de la existencia de tal espectáculo en la Grecia anterior a la era cristiana. Mariantonio Lupi, en el siglo XVIII, citó un paisaje de “El Banquete” de Jenofonte, deduciendo la existencia de representaciones con muñecos manejados por cuerdas (nuropasta en griego). Ateneo de Naucratis en el famoso libro “El Banquete de los sofistas” cita al titiritero ateniense Potheinos; pero según el moderno y cauteloso investigador, no debe tenerse por evidente la interpretación, y, en cuanto a la época, también vacila, pues afirma no cabe inferirse sea contemporáneo de Eurípides, el titiritero, sino, más bien, del propio Ateneo, que es muy posterior.

La advertencia es importante y abre una interrogación sugestiva, porque si bien no niega la existencia de títeres en la Grecia antigua, supone no los hubieron en los días clásicos anteriores al cristianismo. Sería extraño en verdad, no sólo por la muy conocida profusión de figurillas representativas en las remotas culturas helénicas y aún de las islas, sino por la notoria influencia de egipcios y fenicios en  la antigua Hélade, como ya nadie puede poner en duda después de los profundos estudios de Víctor Berard.

Naturalmente, en estas cuestiones predomina la conjetural y la prudencia es base de acierto, pero la imaginación y la asociación de ideas también tienen sus fueros imperiosos y a su manera, libre y airosa, deben colaborar en la búsqueda y en la interpretación. Aparte de las preciosas Tanagras, reveladoras de un maravilloso arte menudo, de la más estética juguetería, me fascinaron siempre esas representaciones taurinas de los cretenses, con mujercitas frágiles burladoras de cornúpetas fieros. ¿Eran reproducción cierta de episodios taurómacos con remotísimas “señoritas toreras"? ¿No pudieron ser tal vez, figuraciones de juguetes, algo así como títeres antiquísimos?

El hecho evidente es la antigüedad del muñeco y del juguete, manejables ya por cuerdas (neuroplasta) o con las manos como hasta ahora se estila en algunas formas de los marionetes. Elemento religioso, especialmente en la magia y en la hechicería, desde lo más lejano, siempre debió envolver la ilusión creadora de formar y manejar aunque sea fantoches...

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Hay algo más. Nuestra propia palabra castellana, expresiva de ente manejable y endeble, revela una venerable antigüedad. Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana la supone simplemente derivada del sonido titi semejante al del silbato de los titiriteros de los tiempos de Mari Castaña, pero añade la suposición del griego tytizo equivalente a gorjear. La explicación es interesante y acorde a la realidad, aún presente en ciertas modalidades primitivas de los títeres. En nuestra costa, por ejemplo, donde se ofrecen espectáculos de tal clase en .las haciendas, los muñecos no aparecen hablando muchas veces, sino agitándose con los silbidos arrancados, por los titiriteros, de carrizos o de encarrujadas hojas, y en Pallasca, por ejemplo, llaman chivives, sin duda por onomatopeya, a las funciones titiritescas y obtienen el sonido con las hojas del shallape.

No obstante, yo insisto en creer, con aventurado atrevimiento, en el origen helénico del vocablo; ya de tyttos, pequeño, y mejor aún de títtyros, mono y también sátiro y comediante. Además, y esto es muy curioso, tyttiristes denota en griego el tañedor de flauta y los títeres antaño estuvieron siempre acompañados por ch rimias o tirisuya [sic: chirisuyas].  También tal vez, haya provenido de allí la graciosa y onomatopéyica palabra titiritaina, expresiva de un enrevesado rumor flautero y, por extensión, de, cascabelero y gaudente bullicio.  Para mayor aporte pláceme recordar aquel teatrillo portátil con figuras movibles llamado titirimundi.  No hay en suma, arbitrariedad o exageración en atribuir al títere castellano la noble genealogía del helénico títtyro.

La palabra y por ende, el hábito mismo del espectáculo, son remotísimos, y esto refuerza la suposición del origen griego, porque en España, según estudios de Menéndez Pidal, hay un momento muy importante, el de la influencia de los monjes de Cluny con rezado de helenismos. Viejos dichos son a mayor abundamiento, “no dejar títere con cabeza”, “echar los títeres a rodar”, “hacerlo a uno títere”. En “La Pícara Justina” se alude a los títeres del bisabuelo en Sevilla, “los mejores vestidos que jamás entraron al pueblo”. En El Quijote está la donosa aventura de Maese Pedro, inspiradora de una página musical admirable de Falla. Una extraña novela del siglo XVII , "Carnestolendas de Zaragoza" de Antolínez de Piedrabuena, describe figuras en miniatura para representaciones, y en el Arca de Noé, algo posterior, de Francisco Santos, se habla de títeres y se menciona a un tal Candi  -posiblemente griego- como experto en esos artificios. Estas dos últimas citas son de Robert H. Williams de la Brown University.

Hubo fantoches doquiera. En Inglaterra Punch y Judy, el Guignol francés, derivación para algunos del Chignolo italiano, el Periquillo y el Firulete mejicanos [y] el Perotito peruano lo revelan. Como huellas de lueñes influjos, la preocupación fantástica del diablo incidió en algunas de estas expresiones y hay curiosos estudios al respecto. En la Europa occidental, muy especialmente en Italia, el género tuvo múltiples representantes en la llamada "Commedia dell’arte" y los Polichinelas y Arlequines dieron la vuelta al mundo y se hicieron tan típicos que muchas veces los hombres los imitaron.

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En los tiempos actuales, hecha la salvedad dolorosa de los obligados paréntesis de la guerra actual, el movimiento titiritesco es enorme. En Inglaterra, en Francia, en Alemania, en Estados Unidos, en Rusia, en Italia, en Holanda, en España, en Canadá, en Sud África, en la Polinesia, en Hawai, ha crecido y se ha alquitarado la afición. En nuestra propia América, dos países principalmente, Méjico y Argentina, se han caracterizado por una intensa labor.

En Méjico se ha hecho inmensos progresos en esta clase de teatro simbólico. El gran escritor Alfonso Cravioto me contó en una ocasión que su primera obra literaria fué para títeres. Hubo hace ya mucho tiempo en aquel país una titiritera ambulante llamada Francisca Pulido Cuevas a quien podría compararse con nuestro Ño Valdivieso. Queda todavía una carpa, de carácter típicamente popular, para los títeres de Rosete Aranda, y una verdadera pléyade de escritores hace atrevidos ensayos en los teatros Nahual, Rin Rin, Periquillo y Cominito. Celestino Gorostiza, Julio Castellanos, Rodolfo Usigli, Angelina Beloff, Armando Demaría y Campos, Carolina Amor, Fernández Ledesma, los hermanos Germán, Lola y Dolores de Cueto, Francisca Chaves, Graciela Amador, Dolores y Ramón Alva de la Canal, Guillermo T. López, Carlos Sánchez, Manuel Carrillo, María de los Ángeles, Fausto y Alfonso Contreras y Roberto Lago, son los más representativos.

En la Argentina los principales animadores son el doctor Alfredo Hermite con su hermana la señora de Nogués y Juan P. Ramos, José Luis Lanuza y Javier Villafañe. En Chile Marta Brusset ha abierto una simpática campaña en favor del género. Entre nosotros, apenas hay los esfuerzos, casi sin estímulo alguno, don Amadeo de la Torre en primer término, [y] de Augusto Postigo y de Aranda. Hay en Pallasca, según mis noticias, un notable artista popular D. Manuel B. Gutiérrez, creador de sus muñecos. Una leyenda pastoril de la Juana y el Pichonillo hace las delicias de los pallasquinos el día de San Santiago patrón del pueblo.  Aquí, donde la señora Carvallo de Núñez y Alicia Bustamante,  Isajara [de Jaramillo] y Chepa Valencia de Schwab han revelado tan magníficas condiciones, para hacer artísticos juguetes, cabría rehacer este arte fresco y gracioso de; los muñecos parlantes y danzarines.

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No deja de tener trascendencia él dato de que hasta 1941, por lo menos, la actividad titiritesca no había cesado en el mundo en la proporción inevitable y penosa de esperarse por la guerra. Hasta el término títere se ha puesto en moda para designar cierta clase de gobiernos, y, tal vez, en todo esto hay un símbolo .revelador. Tal vez, también, es un refugio confortador en medio a la vorágine de la destrucción de tantos hombres, autómatas conducidos por hilos de grandes titiriteros trágicos. Es una hora crucial con gentes que casi ya no piensan, ni sienten, ni obran por sí mismos en la resignada espera de la consigna para sus actos irónicamente, propios, en un constante cambio de posturas difíciles.

Hay otros datos más, muy reveladores de la importancia del género. El Cinema al, intentar largas cintas no ya con actores, sino con dibujos, títeres al lápiz y  al pincel, ha pretendido aniñarse un tanto. Blanca Nieves y Pinocho, entre otros ensayos felices, nos lo muestran. ¿Qué otra cosa son sino títeres cinematografiados? Robert Deshartis hizo hace algún tiempo en el Jardín del Luxemburgo una admirable versión titiritesca del cuento de Grimm y sostuvo la teoría de ser, en esta clase de farsas, superiores los muñecos a las imágenes.

Bien cabría intentarse una recreación de nuestro teatro de títeres conservando algo de la leyenda vieja, remozándola y enriqueciéndola con la mecánica, cuya perfección como las de los Piccoli de Podreca y las de Rusia, Suiza, Inglaterra y Estados Unidos, ha llegado a ser maravillosa. Hay versiones de “El sueño de una noche de verano” y pantomimas sobre el mar con música de Debussy con marionetes de extraordinario encanto y decoraciones alucinantes. Los expositores de juguetes y los maestros y maestras podrían contribuir a este arte aparentemente menudo y, sin embargo, tan rico en posibilidades.

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Nosotros tenemos una antigua tradición hasta con tipos representativos dignos de ser conservados, como en las farsas titiritescas de otros países se han perennizado y aún trasladado al gran teatro los personajes de ligeras comedias infantiles. Aunque no hay muchos datos históricos, Lohmann Villena y Elsa Temple, tan buenos rastreadores de papeles viejos, nos han revelado cómo es mucho más remota aquella tradición de la contada por Mendiburu al hablar de aquella Leonor Godomar de fines del siglo XVII.

En las primeras representaciones muñequeriles, como era lógico dada la época, el Diablo, la Muerte, el Ángel Salvador, el Pecado, la Eternidad formaban el fondo sacramental de las escenas; pero después, los muñecos fueron laicalizándose y se presentaron cuadros populares y comedias ligeras, corridas de toros y marineras borrascosas. Como una supervivencia, quedaron en el teatro de Valdivieso La Muerte y el Angel, acriollada la primera en la figura de la carcancha y no sin cierta travesura el segundo.

Sobre Ño Valdivieso cabe un capítulo especial. Fue el creador máximo, pero no anduvo solo en sus empresas. Tuvo rivales, por él vencidos, y continuadores a quienes debió una especie de inmortalidad. Posiblemente hace ya más de setenta años había dejado de existir en su encarnación corpórea, pero su nombre siguió figurando como una bandera en los programas de los titiriteros. Sus hijos, sus nietos, sus biznietos lo siguieron bajo su nombre ilustre. Él había hecho una farsa memorable con títeres genuinamente limeños y con ambiente típicamente criollo también.

Ya en 1874, según he visto en un número de El Correo del Perú, se habla, con lenguaje dinástico, de un Valdivieso II. Posiblemente yo apenas alcancé al tercero, mal número para secuencias de glorias. Allí se mencionan a Serapio, Baltasar y Cruzate como a titiriteros expertos, aunque derrotados por los Valdiviesos. Parecen haber sido dos, porque se advierte alguna ironía para el Valdivieso II. Tal vez alguno, como el Avellaneda de Cervantes, pretendió engallarse con las plumas del genuino padre de los muñecos nacionales.

Ño Valdivieso, según mis informes, era un mulato erguido, amojamado, sin garbo en el andar, pero gracioso de nación, como hubiera dicho él mismo, con la sal de su tierra en la imaginación alerta, y muy bien servido de unas manos grandes y habilidosas. Era hermano de alma de Pancho Fierro y en cierto modo de Segura. Fue un forjador, porque ideó hacer títeres limeños y fabricó él mismo sus muñecos como lo hacen ahora Amadeo de la Torre, la señora de Núñez, Alicia Bustamante y las señoras de Jaramillo (Isajara) y de Schwab.

En cuanto a la farsa, por mucho [que] quiera ser atribuida a otros anteriores, es evidente cristalizó en él y tiene derecho perfecto a ser considerado como autor de aquel graciosísimo mundillo de Mamá Gerundia y Don Silverio, Orejoncito, Chocolatito, Perotito, Misia Catita, Piticalzón, el Militar de la polka, la Carcancha grande y la Penita chica, crecedora hasta agrandar los ojos sugestionados de los chiquillos, el padre del sermón lleno de latines y consejos, el médico de la descomunal jeringa, el ángel y el maromero…

Los comienzos del titiritero nacional fueron modestos. Presentaba sus escenas con acompañamiento de guitarras y tirisuyas en corralones y antiguas casas de vecindad, pero la fama vocinglera en ciudad tan rica en ecos y rumores, llevó de sobremesa en sobremesa, de atrio en atrio, de café en café, en volandas de popularidad, el nombre del titiritero. Ascendió hasta el salón Capella y en las casas aristocráticas fue número obligado en los días de los santos de los niños. Todos reían aquel sermón cuyos fragmentos recuerdan algunos:

El que oiga este sermón
que se muera de sarampión
o por fortuna
de sarna perruna
Virum vireta
jálame la jeta
virum viraron
ya me la jalaron.
Palabras,
del profeta Matacabras.
Si ni nun, ni nun, ni norun
que a todos mis concurrentes
narices, ojos y dientes
les arranque un gatunorum.
Al purgatorio se arroja
al que se casa con floja.
Si le enseñan la batea
le da jaqueca o diarrea.
Si le enseñan el planchado
le da dolor de costado.
Si le enseñan el fogón
le da mal de corazón
y se insulta y patalea.
Virum vireta
jálame la jeta
virum viraron
ya me la jalaron.
Palabras,
del profeta
Matacabras.

Este ingenio iletrado tenía indudablemente puntos de semejanza con Segura en su manera de ver ciertos aspectos de la vida limeña. Sus tipos parecen arrancados de algunas de las más saladas obras del comediógrafo.

Don Silverio con su tarro de unto, su falduda levita, sus pantalones claros, su voz aguardentosa, sus ademanes de farfantón aparatoso y su permanente estado de alma regañador, era trasunto de algo muy nacional. Era el indefinido, el perenne descontento, buen bebedor y regenerador de la Patria.

Mama Gerundia con sus chocheces, sus murmuraciones, sus chismes y sus constantes pleitos con don Silverio, era una de las tantas viejas refunfuñadoras tan frecuentes en la Lima antañona y mojigata.

Perotito era el avispado y vivo, con mezcla de mataperro y marimarica, engreído, dicharachero y quimboso. La voz que le dio Ño Valdivieso era toda una creación. Parecía hecha para los diminutivos en su agudez chillona y en su rapidez mareante. Alma y cuerpo parecían unidos en la creación realmente estupenda. Así como la farsa italiana forjó personajes, luego símbolos dentro de la relatividad humana, así Perotito fue símbolo dentro del criollismo. Peroles y Perotitos vemos en todas partes. Políticos, sociales, literarios; saltarines, movedizos, de mucha farfulla y poca enjundia.

Hasta el nombre parece netamente nacional.  Hubo, hace muchísimos años, y Benvenutto lo ha evocado recientemente, dos médicos o curanderas criollos conocidos por Perote y Perotito. ¿Tomó de ese recuerdo popular Ño Valdivieso el nombre de su muñeco preferido? Tal vez. Pero lo evidente es que no he visto en diccionario alguno el término tan matizado de contenido en el personaje del titiritero peruano. “Ese es un Perote”, decimos, “aquél es un Perotito”, y todos perciben la gradación e imaginan de inmediato al tipo escurridizo, metejón y vociagudo y sin embargo, simpático, de puro cómico, en el tinglado.

Toda el alma popular estuvo en ese artista primitivo, de ingenuo y sano espíritu con su ají de socarronería y suelto y travieso hasta la grosería, a veces, porque como líos grandes forjadores no desdeñaba la tosquedad, vital escape; y Don Silverio, como buen regañón, soltaba de cuando en cuando sus buenas lisurazas, como antaño se decía.

Muchas anécdotas cuentan de estas evasiones a la barbaridad, como él mismo confesaba. Yo he relatado dos de ellas y creo debo repetirlas. En la limeñísima Quinta de Villacampa le recomendaron una vez no fuera a hacer alguna de las suyas. Se llamó a ofendido Ño Valdivieso, y no podría afirmar si Orejoncito o Perotito, uno de los muñecos, hizo una maniobra dificilísima y dejó caer sobre el público cercano una lluvia significativa y ambarina. Se sonrió en los rostros de la concurrencia, y cuando se le amonestó, muy puesto en orden dijo que deseando ser fino entre los finos, no lo había hecho con simple agua del caño, como lo hacía a veces con su público, sino con Agua de Kananga legítima.

En otra casa, ya con temor a sus irreverencias, le rogaron no ofendiera los pulcros oídos de los niños. Don Silverio, más ronco y aguardentoso, hizo a manera de prólogo, en inimitable gracejo, la vasta y completa enumeración de todas las palabras gruesas, lisuras, lisurazas y lisuritas que por especial deferencia no serían dichas en el curso de la representación; y con tan desembarazado desahogo, ya no se le escaparon durante la misma sus habituales interjecciones. ¡Era un gran tipo Ño Valdivieso!

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Ño Valdivieso murió muy viejo, pobre, olvidado y sin que los niños de su tiempo lo supieran. Estuvo mejor así, porque gozó de una especie de inmortalidad. En el salón de máquinas de la antigua Exposición, volvían a aparecer; ya cascados y sin la gracia genuina del ocurrente padre y creador, los inolvidables muñecos, pero se les había escapado el alma con el viaje definitivo de aquel titiritero peruano, tan arraigado a su tierra y tan lleno de su gracia popular...  Alguna vez lo califiqué de vernácula mezcla de Pancho Fierro, escultor muñequero, y de un Manuel Segura iliterato y de sal gruesa, y lo vuelvo a repetir para terminar como comencé.

(Charla dada por el autor en ‘‘Insula” de Miraflores)



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Enlaces

Personajes de Lima: Ño Valdivieso [José Gálvez 1912]
Títeres y titireros en la Lima del S. XVIII
De profesión titiritero
Santiago Volador - Ricardo Palma
Títeres Kusi Kusi, amor por el teatro
De profesión titiritero [presentación de libro sobre Felipe Rivas Mendo]
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Exposición sobre teatro infantil peruano en el siglo XX [Caslit, 2016]
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San Simeón, el santo de los titiriteros
El títere: patrimonio cultural de la humanidad