Fuente:
Peruanidad / órgano
antológico del pensamiento nacional
Lima : Ministerio de
Gobierno : Dirección de propaganda e informaciones, Vol. II, set-oct. 1942, N°
10, pp. 818-823
Algo sobre títeres
José
Gálvez
Representación del teatrillo ambulante de Ghetanaccio, probablemente en la
Piazza di Pasquino. Collezione Maria Signorelli
Piazza di Pasquino. Collezione Maria Signorelli
Dije alguna vez, y lo repito, cuánto me había tentado, y
cómo había caído en la tentación, el tema de los títeres. Hace ya muchos años
publiqué una crónica a base, sobre todo, de recuerdos personales, y, con
ligeras variantes, la incorporé a “Una Lima que se va. . . “ Después para una exhibición de Amadeo de la
Torre en “La Pascana” pergeñé unas palabras con la buena fortuna de haber sido
reproducidas en “La Prensa” y en “Turismo" de Lima y en gran parte traducidas
en el libro anual de la Asociación de titiriteros de Estados Unidos. Con mi
autorización, y el aditamento de algunos datos, aparecieron en la edición de
Puppetry 1940, del Profesor de la Universidad de Michigan señor Paul Mc
Pharlin. He dado, además, una charla por
radio y como si no fuera bastante, en “Insula”, hoy, se me vuelve a solicitar
para lo mismo.
Agradezco la oportunidad para este majar mío, por cierto muy
a gusto, por la obstinada pertinacia -en este caso la redundancia es
disculpable- de mi afán restaurador de
cosas viejas. De alcance en alcance, de remiendo en remiendo, ampliando y
esclareciendo, forjando y remodelando, como quien dice cayendo y levantando -parece
se me impone el gerundio por asociación de Mama
Gerundia, la mujer de Don Silverio-
he ido acreciendo mis conocimientos y he vuelto a pecar una y otra vez más.
Este arte de los títeres viene de muy atrás y envuelve una
ilusión remotísima casi divina, de manejar aunque sea muñecos. En él se esconde
el muy humano afán de la dominación, unido al deseo de escapar del mundo real
para entrar en la menuda y grácil transfiguración de otro más dócil y festivo.
Viene de muy lejos. No sólo lo cultivaron los griegos
-maestros en todo- y también los romanos, sino seguramente los egipcios. El
arqueólogo francés Gayet encontró en la tumba de la danzarina Jelmis, en tierra
de los faraones, figulinas mecánicas para alguna farsa religiosa, o, tal vez,
para cierta forma de pantomima. Sin embargo, en el libro del Profesor Mc
Pharlin hay una nota de C. H. Stern, dubitativa, por lo menos, acerca de la existencia
de tal espectáculo en la Grecia anterior a la era cristiana. Mariantonio Lupi,
en el siglo XVIII, citó un paisaje de “El Banquete” de Jenofonte, deduciendo la
existencia de representaciones con muñecos manejados por cuerdas (nuropasta en griego). Ateneo de
Naucratis en el famoso libro “El Banquete de los sofistas” cita al titiritero
ateniense Potheinos; pero según el moderno y cauteloso investigador, no debe
tenerse por evidente la interpretación, y, en cuanto a la época, también
vacila, pues afirma no cabe inferirse sea contemporáneo de Eurípides, el
titiritero, sino, más bien, del propio Ateneo, que es muy posterior.
La advertencia es importante y abre una interrogación
sugestiva, porque si bien no niega la existencia de títeres en la Grecia antigua,
supone no los hubieron en los días clásicos anteriores al cristianismo. Sería
extraño en verdad, no sólo por la muy conocida profusión de figurillas
representativas en las remotas culturas helénicas y aún de las islas, sino por
la notoria influencia de egipcios y fenicios en
la antigua Hélade, como ya nadie puede poner en duda después de los
profundos estudios de Víctor Berard.
Naturalmente, en estas cuestiones predomina la conjetural y
la prudencia es base de acierto, pero la imaginación y la asociación de ideas
también tienen sus fueros imperiosos y a su manera, libre y airosa, deben
colaborar en la búsqueda y en la interpretación. Aparte de las preciosas
Tanagras, reveladoras de un maravilloso arte menudo, de la más estética
juguetería, me fascinaron siempre esas representaciones taurinas de los
cretenses, con mujercitas frágiles burladoras de cornúpetas fieros. ¿Eran
reproducción cierta de episodios taurómacos con remotísimas “señoritas toreras"? ¿No pudieron ser tal vez, figuraciones de juguetes, algo así como títeres
antiquísimos?
El hecho evidente es la antigüedad del muñeco y del juguete,
manejables ya por cuerdas (neuroplasta) o con las manos como hasta ahora se
estila en algunas formas de los marionetes. Elemento religioso, especialmente
en la magia y en la hechicería, desde lo más lejano, siempre debió envolver la
ilusión creadora de formar y manejar aunque sea fantoches...
***
Hay algo más. Nuestra propia palabra castellana, expresiva
de ente manejable y endeble, revela una venerable antigüedad. Covarrubias en su
Tesoro de la Lengua Castellana la supone simplemente derivada del sonido titi
semejante al del silbato de los titiriteros de los tiempos de Mari Castaña,
pero añade la suposición del griego
tytizo equivalente a gorjear. La explicación es interesante y acorde a la
realidad, aún presente en ciertas modalidades primitivas de los títeres. En
nuestra costa, por ejemplo, donde se ofrecen espectáculos de tal clase en .las
haciendas, los muñecos no aparecen hablando muchas veces, sino agitándose con
los silbidos arrancados, por los titiriteros, de carrizos o de encarrujadas
hojas, y en Pallasca, por ejemplo, llaman chivives,
sin duda por onomatopeya, a las funciones titiritescas y obtienen el sonido con
las hojas del shallape.
No obstante, yo insisto en creer, con aventurado
atrevimiento, en el origen helénico del vocablo; ya de tyttos, pequeño, y mejor aún de títtyros,
mono y también sátiro y comediante. Además, y esto es muy curioso, tyttiristes denota en griego el tañedor
de flauta y los títeres antaño estuvieron siempre acompañados por ch rimias o
tirisuya [sic: chirisuyas]. También tal
vez, haya provenido de allí la graciosa y onomatopéyica palabra titiritaina,
expresiva de un enrevesado rumor flautero y, por extensión, de, cascabelero y
gaudente bullicio. Para mayor aporte
pláceme recordar aquel teatrillo portátil con figuras movibles llamado titirimundi. No hay en suma, arbitrariedad o exageración
en atribuir al títere castellano la noble genealogía del helénico títtyro.
La palabra y por ende, el hábito mismo del espectáculo, son
remotísimos, y esto refuerza la suposición del origen griego, porque en España,
según estudios de Menéndez Pidal, hay un momento muy importante, el de la influencia
de los monjes de Cluny con rezado de helenismos. Viejos dichos son a mayor
abundamiento, “no dejar títere con cabeza”, “echar los títeres a rodar”,
“hacerlo a uno títere”. En “La Pícara Justina” se alude a los títeres del
bisabuelo en Sevilla, “los mejores vestidos que jamás entraron al pueblo”. En El Quijote está la donosa aventura de Maese Pedro, inspiradora de una página
musical admirable de Falla. Una extraña novela del siglo XVII , "Carnestolendas de
Zaragoza" de Antolínez de Piedrabuena, describe figuras en miniatura para
representaciones, y en el Arca de Noé, algo posterior, de Francisco Santos, se
habla de títeres y se menciona a un tal Candi
-posiblemente griego- como experto en esos artificios. Estas dos últimas
citas son de Robert H. Williams de la Brown University.
Hubo fantoches doquiera. En Inglaterra Punch y Judy, el Guignol francés, derivación para algunos
del Chignolo italiano, el Periquillo y el Firulete mejicanos [y] el Perotito
peruano lo revelan. Como huellas de lueñes influjos, la preocupación
fantástica del diablo incidió en algunas de estas expresiones y hay curiosos estudios
al respecto. En la Europa occidental, muy especialmente en Italia, el género
tuvo múltiples representantes en la llamada "Commedia
dell’arte" y los Polichinelas y Arlequines dieron la vuelta al mundo y se
hicieron tan típicos que muchas veces los hombres los imitaron.
***
En los tiempos actuales, hecha la salvedad dolorosa de los
obligados paréntesis de la guerra actual, el movimiento titiritesco es enorme.
En Inglaterra, en Francia, en Alemania, en Estados Unidos, en Rusia, en Italia,
en Holanda, en España, en Canadá, en Sud África, en la Polinesia, en Hawai, ha
crecido y se ha alquitarado la afición. En nuestra propia América, dos países
principalmente, Méjico y Argentina, se han caracterizado por una intensa labor.
En Méjico se ha hecho inmensos progresos en esta clase de
teatro simbólico. El gran escritor Alfonso Cravioto me contó en una ocasión que
su primera obra literaria fué para títeres. Hubo hace ya mucho tiempo en aquel
país una titiritera ambulante llamada Francisca Pulido Cuevas a quien podría
compararse con nuestro Ño Valdivieso.
Queda todavía una carpa, de carácter típicamente popular, para los títeres de Rosete
Aranda, y una verdadera pléyade de escritores hace atrevidos ensayos en los
teatros Nahual, Rin Rin, Periquillo y Cominito. Celestino Gorostiza, Julio
Castellanos, Rodolfo Usigli, Angelina Beloff, Armando Demaría y Campos,
Carolina Amor, Fernández Ledesma, los hermanos Germán, Lola y Dolores de Cueto,
Francisca Chaves, Graciela Amador, Dolores y Ramón Alva de la Canal, Guillermo
T. López, Carlos Sánchez, Manuel Carrillo, María de los Ángeles, Fausto y
Alfonso Contreras y Roberto Lago, son los más representativos.
En la Argentina los principales animadores son el doctor
Alfredo Hermite con su hermana la señora de Nogués y Juan P. Ramos, José Luis
Lanuza y Javier Villafañe. En Chile Marta Brusset ha abierto una simpática
campaña en favor del género. Entre nosotros, apenas hay los esfuerzos, casi sin
estímulo alguno, don Amadeo de la Torre en primer término, [y] de Augusto
Postigo y de Aranda. Hay en Pallasca, según mis noticias, un notable artista
popular D. Manuel B. Gutiérrez, creador de sus muñecos. Una leyenda pastoril de
la Juana y el Pichonillo hace las
delicias de los pallasquinos el día de San Santiago patrón del pueblo. Aquí, donde la señora Carvallo de Núñez y
Alicia Bustamante, Isajara [de
Jaramillo] y Chepa Valencia de Schwab han revelado tan magníficas condiciones,
para hacer artísticos juguetes, cabría rehacer este arte fresco y gracioso de;
los muñecos parlantes y danzarines.
***
No deja de tener trascendencia él dato de que hasta 1941,
por lo menos, la actividad titiritesca no había cesado en el mundo en la
proporción inevitable y penosa de esperarse por la guerra. Hasta el término
títere se ha puesto en moda para designar cierta clase de gobiernos, y, tal
vez, en todo esto hay un símbolo .revelador. Tal vez, también, es un refugio
confortador en medio a la vorágine de la destrucción de tantos hombres,
autómatas conducidos por hilos de grandes titiriteros trágicos. Es una hora
crucial con gentes que casi ya no piensan, ni sienten, ni obran por sí mismos
en la resignada espera de la consigna para sus actos irónicamente, propios, en
un constante cambio de posturas difíciles.
Hay otros datos más, muy reveladores de la importancia del
género. El Cinema al, intentar largas cintas no ya con actores, sino con
dibujos, títeres al lápiz y al pincel,
ha pretendido aniñarse un tanto. Blanca Nieves y Pinocho, entre otros ensayos
felices, nos lo muestran. ¿Qué otra cosa son sino títeres cinematografiados?
Robert Deshartis hizo hace algún tiempo en el Jardín del Luxemburgo una admirable
versión titiritesca del cuento de Grimm y sostuvo la teoría de ser, en esta
clase de farsas, superiores los muñecos a las imágenes.
Bien cabría intentarse una recreación de nuestro teatro de
títeres conservando algo de la leyenda vieja, remozándola y enriqueciéndola con
la mecánica, cuya perfección como las de los Piccoli de Podreca y las de Rusia,
Suiza, Inglaterra y Estados Unidos, ha llegado a ser maravillosa. Hay versiones
de “El sueño de una noche de verano” y pantomimas sobre el mar con música de
Debussy con marionetes de extraordinario encanto y decoraciones alucinantes.
Los expositores de juguetes y los maestros y maestras podrían contribuir a este
arte aparentemente menudo y, sin embargo, tan rico en posibilidades.
***
Nosotros tenemos una antigua tradición hasta con tipos
representativos dignos de ser conservados, como en las farsas titiritescas de
otros países se han perennizado y aún trasladado al gran teatro los personajes
de ligeras comedias infantiles. Aunque no hay muchos datos históricos, Lohmann
Villena y Elsa Temple, tan buenos rastreadores de papeles viejos, nos han
revelado cómo es mucho más remota aquella tradición de la contada por Mendiburu
al hablar de aquella Leonor Godomar de fines del siglo XVII.
En las primeras representaciones muñequeriles, como era
lógico dada la época, el Diablo, la Muerte, el Ángel Salvador, el Pecado, la
Eternidad formaban el fondo sacramental de las escenas; pero después, los
muñecos fueron laicalizándose y se presentaron cuadros populares y comedias
ligeras, corridas de toros y marineras borrascosas. Como una supervivencia,
quedaron en el teatro de Valdivieso La Muerte y el Angel, acriollada la primera
en la figura de la carcancha y no sin cierta travesura el segundo.
Sobre Ño Valdivieso cabe un capítulo especial. Fue el
creador máximo, pero no anduvo solo en sus empresas. Tuvo rivales, por él
vencidos, y continuadores a quienes debió una especie de inmortalidad. Posiblemente
hace ya más de setenta años había dejado de existir en su encarnación corpórea,
pero su nombre siguió figurando como una bandera en los programas de los
titiriteros. Sus hijos, sus nietos, sus biznietos lo siguieron bajo su nombre
ilustre. Él había hecho una farsa memorable con títeres genuinamente limeños y
con ambiente típicamente criollo también.
Ya en 1874, según he visto en un número de El Correo del
Perú, se habla, con lenguaje dinástico, de un Valdivieso II. Posiblemente yo
apenas alcancé al tercero, mal número para secuencias de glorias. Allí se mencionan
a Serapio, Baltasar y Cruzate como a titiriteros expertos, aunque derrotados
por los Valdiviesos. Parecen haber sido dos, porque se advierte alguna ironía
para el Valdivieso II. Tal vez alguno, como el Avellaneda de Cervantes,
pretendió engallarse con las plumas del genuino padre de los muñecos
nacionales.
Ño Valdivieso, según mis informes, era un mulato erguido,
amojamado, sin garbo en el andar, pero gracioso de nación, como hubiera dicho
él mismo, con la sal de su tierra en la imaginación alerta, y muy bien servido
de unas manos grandes y habilidosas. Era hermano de alma de Pancho Fierro y en
cierto modo de Segura. Fue un forjador, porque ideó hacer títeres limeños y
fabricó él mismo sus muñecos como lo hacen ahora Amadeo de la Torre, la señora
de Núñez, Alicia Bustamante y las señoras de Jaramillo (Isajara) y de Schwab.
En cuanto a la farsa, por mucho [que] quiera ser atribuida a
otros anteriores, es evidente cristalizó en él y tiene derecho perfecto a ser
considerado como autor de aquel graciosísimo mundillo de Mamá Gerundia y Don Silverio,
Orejoncito, Chocolatito, Perotito, Misia Catita, Piticalzón, el Militar de la polka, la Carcancha grande y la Penita chica, crecedora hasta agrandar
los ojos sugestionados de los chiquillos, el padre del sermón lleno de latines
y consejos, el médico de la descomunal jeringa, el ángel y el maromero…
Los comienzos del titiritero nacional fueron modestos.
Presentaba sus escenas con acompañamiento de guitarras y tirisuyas en
corralones y antiguas casas de vecindad, pero la fama vocinglera en ciudad tan
rica en ecos y rumores, llevó de sobremesa en sobremesa, de atrio en atrio, de
café en café, en volandas de popularidad, el nombre del titiritero. Ascendió
hasta el salón Capella y en las casas
aristocráticas fue número obligado en los días de los santos de los niños.
Todos reían aquel sermón cuyos fragmentos recuerdan algunos:
El que oiga este sermón
que se muera de sarampión
o por fortuna
de sarna perruna
Virum vireta
jálame la jeta
virum viraron
ya me la jalaron.
Palabras,
del profeta Matacabras.
Si ni nun, ni nun, ni norun
que a todos mis concurrentes
narices, ojos y dientes
les arranque un gatunorum.
Al purgatorio se arroja
al que se casa con floja.
Si le enseñan la batea
le da jaqueca o diarrea.
Si le enseñan el planchado
le da dolor de costado.
Si le enseñan el fogón
le da mal de corazón
y se insulta y patalea.
Virum vireta
jálame la jeta
virum viraron
ya me la jalaron.
Palabras,
del profeta
Matacabras.
que se muera de sarampión
o por fortuna
de sarna perruna
Virum vireta
jálame la jeta
virum viraron
ya me la jalaron.
Palabras,
del profeta Matacabras.
Si ni nun, ni nun, ni norun
que a todos mis concurrentes
narices, ojos y dientes
les arranque un gatunorum.
Al purgatorio se arroja
al que se casa con floja.
Si le enseñan la batea
le da jaqueca o diarrea.
Si le enseñan el planchado
le da dolor de costado.
Si le enseñan el fogón
le da mal de corazón
y se insulta y patalea.
Virum vireta
jálame la jeta
virum viraron
ya me la jalaron.
Palabras,
del profeta
Matacabras.
Este ingenio iletrado tenía indudablemente puntos de
semejanza con Segura en su manera de ver ciertos aspectos de la vida limeña.
Sus tipos parecen arrancados de algunas de las más saladas obras del
comediógrafo.
Don Silverio con su tarro de unto, su falduda levita, sus
pantalones claros, su voz aguardentosa, sus ademanes de farfantón aparatoso y
su permanente estado de alma regañador, era trasunto de algo muy nacional. Era
el indefinido, el perenne descontento, buen bebedor y regenerador de la Patria.
Mama Gerundia con
sus chocheces, sus murmuraciones, sus chismes y sus constantes pleitos con don
Silverio, era una de las tantas viejas refunfuñadoras tan frecuentes en la Lima
antañona y mojigata.
Perotito era el
avispado y vivo, con mezcla de mataperro y marimarica, engreído, dicharachero y
quimboso. La voz que le dio Ño Valdivieso era toda una creación. Parecía hecha
para los diminutivos en su agudez chillona y en su rapidez mareante. Alma y
cuerpo parecían unidos en la creación realmente estupenda. Así como la farsa
italiana forjó personajes, luego símbolos dentro de la relatividad humana, así Perotito fue símbolo dentro del
criollismo. Peroles y Perotitos vemos en todas partes.
Políticos, sociales, literarios; saltarines, movedizos, de mucha farfulla y
poca enjundia.
Hasta el nombre parece netamente nacional. Hubo, hace muchísimos años, y Benvenutto lo ha
evocado recientemente, dos médicos o curanderas criollos conocidos por Perote y Perotito. ¿Tomó de ese recuerdo popular Ño Valdivieso el nombre de
su muñeco preferido? Tal vez. Pero lo evidente es que no he visto en diccionario
alguno el término tan matizado de contenido en el personaje del titiritero
peruano. “Ese es un Perote”, decimos, “aquél es un Perotito”, y todos perciben
la gradación e imaginan de inmediato al tipo escurridizo, metejón y vociagudo y
sin embargo, simpático, de puro cómico, en el tinglado.
Toda el alma popular estuvo en ese artista primitivo, de
ingenuo y sano espíritu con su ají de socarronería y suelto y travieso hasta la
grosería, a veces, porque como líos grandes forjadores no desdeñaba la
tosquedad, vital escape; y Don Silverio,
como buen regañón, soltaba de cuando en cuando sus buenas lisurazas, como
antaño se decía.
Muchas anécdotas cuentan de estas evasiones a la barbaridad,
como él mismo confesaba. Yo he relatado dos de ellas y creo debo repetirlas. En
la limeñísima Quinta de Villacampa le recomendaron una vez no fuera a hacer
alguna de las suyas. Se llamó a ofendido Ño Valdivieso, y no podría afirmar si Orejoncito o Perotito, uno de los muñecos, hizo una maniobra dificilísima y dejó
caer sobre el público cercano una lluvia significativa y ambarina. Se sonrió en
los rostros de la concurrencia, y cuando se le amonestó, muy puesto en orden
dijo que deseando ser fino entre los finos, no lo había hecho con simple agua
del caño, como lo hacía a veces con su público, sino con Agua de Kananga
legítima.
En otra casa, ya con temor a sus irreverencias, le rogaron
no ofendiera los pulcros oídos de los niños. Don Silverio, más ronco y
aguardentoso, hizo a manera de prólogo, en inimitable gracejo, la vasta y
completa enumeración de todas las palabras gruesas, lisuras, lisurazas y
lisuritas que por especial deferencia no serían dichas en el curso de la
representación; y con tan desembarazado desahogo, ya no se le escaparon durante
la misma sus habituales interjecciones. ¡Era un gran tipo Ño Valdivieso!
***
Ño Valdivieso murió muy viejo, pobre, olvidado y sin que los
niños de su tiempo lo supieran. Estuvo mejor así, porque gozó de una especie de
inmortalidad. En el salón de máquinas de la antigua Exposición, volvían a aparecer; ya cascados y sin la gracia genuina
del ocurrente padre y creador, los inolvidables muñecos, pero se les había
escapado el alma con el viaje definitivo de aquel titiritero peruano, tan arraigado
a su tierra y tan lleno de su gracia popular... Alguna vez lo califiqué de vernácula mezcla de
Pancho Fierro, escultor muñequero, y de un Manuel Segura iliterato y de sal
gruesa, y lo vuelvo a repetir para terminar como comencé.
(Charla dada por el autor
en ‘‘Insula” de Miraflores)
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