"Jorge o el hijo del pueblo" de María Nieves y Bustamante, publicado en 1892, es tal vez la mayor novela romántica y épica escrita por una mujer en el Perú del siglo XIX. La autora (1861-1947), entrejete ficción y realidad histórica con una gran solvencia narrativa, tanto en la descripción del proceso socio-político, como del drama amoroso entre Elena y Jorge, marcado por el sino cruel del amor imposible. Se basó en fuentes directas, sean orales o escritas, dando varias referencias a pie de página precisando sus datos. Prefirió utilizar un lenguaje formal y correcto en su escritura, sin reflejar en toda su dimensión, la riqueza coloquial y los modismos del habla popular arequipeña, recurso literario que recién vendría en el siglo XX. En la presentación de la edición leída Enrique Chirinos Soto observa el particular hecho de que las esposas de los caudillos involucrados en estos enfrentamientos, fueran arequipeñas: Cipriana De La Torre de Vivanco, Francisca Diez Canseco de Castilla, y Victoria Tristán de Echenique.
El fondo de la trama narrativa es la guerra civil más larga y una de las más sangrientas que ha tenido el Perú republicano: la revolución que inicia el pueblo de Arequipa acaudillado por Vivanco, contra Castilla, a fin de inhabilitar la Constitución liberal que hizo promulgar siendo presidente provisorio, y en rechazo a la corrupción y la dilapidación de la hacienda pública. Es preciso acotar que Vivanco no estuvo a la altura de sus seguidores, careció del liderazgo necesario y no retribuyó con la confianza debida al pueblo que lo seguía.
Este enfrentamiento se dió entre noviembre de 1856 y marzo de 1858, finalizando con la victoria de las fuerzas de Castilla, que terminaron de romper la tenaz resistencia del pueblo arequipeño a un altísimo costo de vidas humanas. Esta hermosa novela es un himno al fervor cívico de la Ciudad Blanca, cuyo summun es la gesta heroica del histórico batallón "Los Inmortales" (del cual forma parte el personaje de Jorge, gran artista del pincel no obstante su oficio de carpintero). A mediados del siglo XIX Arequipa observaba una tendencia bastante conservadora y clerical, fuertemente unida a principios cívicos. A fines del siglo XIX, el progreso generado por el boom lanero, la actividad mercantil e industrial, y el ferrocarril, produjeron una clase media de obreros, artesanos y estudiantes con mayor acceso a la educación y apertura a las nuevas ideas, que serían los motores de las luchas liberales (anticlericales y descentralistas) en la ciudad, y que tuvieron fuerza hasta mediados del siglo XX.
En los dos capítulos transcritos abajo, se narra la práctica de dos géneros musicales en días de pleno asedio de las fuerzas de San Román -general castillista- a la ciudad: la mozamala (zamacueca o marinera) y el yaraví (un Imposible, característico del estilo melgariano). El uno costeño y el otro serrano, géneros emblemáticos del país confluidos en la idiosincracia de un pueblo mestizo que teniendo fuertes rasgos regionalistas, siempre ha evidenciado su profunda vinculación a los procesos culturales nacionales, no sin imprimir su estilo propio.
//m. cornejo
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Fuente:
Jorge o el hijo del pueblo
María Nieves y Bustamante
Arequipa : Corporación Departamental de Desarrollo, INC-Aqp, 1983, 594 p.
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Fuente:
Jorge o el hijo del pueblo
María Nieves y Bustamante
Arequipa : Corporación Departamental de Desarrollo, INC-Aqp, 1983, 594 p.
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(José es el padrino de Jorge, quien tomando su cumpleaños de pretexto, organiza una fiesta para presentar a la joven Virginia a su ahijado, a fin de que olvide a la señorita Isabel Latorre. No sabe que el verdadero amor de Jorge es Elena Velarde.)
XLV
El cumpleaños de José
Tres semanas después de lo expuesto en el capítulo anterior, José celebraba su cumpleaños con inusitada pompa.
No era solamente el deseo de divertirse lo que obligaba al honrado artesano a gastar en un día las economías de varios meses; otro fin se proponía.
Sus cavilaciones respecto a Jorge, eran cada vez más tenaces. No hacía muchos días que Luis había elogiado la dulzura de la voz de su amigo, aquella vez que ambos cantaron frente a los balcones interiores de la casa de Latorre, atribuyendo su melodía a lo entristecido que se hallaba esa noche el ánimo de Jorge.
Esto puso el colmo a los temores de José, quien después de pasearse largo tiempo en su cuarto, llamó a Rosa y conferenció con ella en secreto, haciéndole presente que amaba a Jorge como a un hijo y que pensaba en darle esposa. Recordó con este motivo a una tal Virginia, hija muy engreída de una honrada lavandera, la cual había estado en el colegio; sabía leer, escribir, peinarse y vestirse bien y nunca se había ocupado más que de la costura y las mallas y era muy virtuosa. En concepto de José, ésta era la única novia posible para su sobrino. Empero había la dificultad de que Jorge ni aún la conociese y esto era lo que se proponía salvar, invitando a la madre y a la hija, por medio de Rosa, al convite de su cumpleaños.
Esta aceptó la idea con el mayor entusiasmo.
- Hablales de Jorge -dijo José- diles cuanto él es, que no se necesita mayor elogio y no te olvides de ponderar su voz y lo muy bien que toca y canta.
- Descuida, que nada se me irá - repuso Rosa.
- Hagamos el último esfuerzo por distraer su pensamiento - dijo en alta voz el artesano, luego que estuvo solo.
El programa se cumplió al pie de la letra.
Por la mañana hubo misa de salud en Caima, con los padrinos respectivos. De regreso tuvo lugar el almuerzo expresamente preparado para el señor Cura, a quien tanto estrecharon que se vio precisado a aceptar. Presidió él la mesa, tomando asiento el del onomástico con su padrino don Rudecindo y Jacinta, que fue la madrina. Rosa, Jorge, Luis y los chicos.
Terminado el almuerzo, se retiró el señor Cura a quien acompañaron hasta la puerta los dueños de casa con visibles muestras de cariño y respeto.
Después cada uno se retiró a sus ocupaciones y las mujeres a hacer los preparativos del caso. Cerca de las dos de la tarde principiaron a llegar los convidados.
Cuando los hijos del pueblo se divierten, no necesitan de las ceremonias y cumplidos que gastan las clases elevadas y que por lo regular sólo sirven de fastidio.
La civilización ha dispuesto que las más elegantes formas oculten el rencor, la vanidad y la envidia que devoran a la culta sociedad.
Los hijos del pueblo no necesitan recurrir al antifaz cuando los ha reunido la amistad y la franqueza para darles un momento de alegría. Si alguno de los invitados tiene diferencias con otro, lo manifiesta sin rebozo al dueño de la fiesta y no asiste. La hipocresía, no hallando cabida en los talleres ha ido a refugiarse en los salones, donde magníficamente ataviada preside los festines.
Las familias de los artesanos, llegaron, pues, a casa de Rosa, alegres y sencillas. Las mujeres aseadas en sus vestidos y con dos trenzas bien peinadas; los hombres cubiertos de polvo; aquéllas venían de sus casas, éstos... de las trincheras.
José los recibió con su acostumbrada amabilidad. Tan luego como entraron Virginia y su madre, Rosa avisó que os picantes estaban en la mesa. Con demostraciones de entusiasmo se recibió la gran noticia y como no había tiempo que perder, todos se dirigieron al corredorcito que ya conocemos.
El cumpleaños de José
Tres semanas después de lo expuesto en el capítulo anterior, José celebraba su cumpleaños con inusitada pompa.
No era solamente el deseo de divertirse lo que obligaba al honrado artesano a gastar en un día las economías de varios meses; otro fin se proponía.
Sus cavilaciones respecto a Jorge, eran cada vez más tenaces. No hacía muchos días que Luis había elogiado la dulzura de la voz de su amigo, aquella vez que ambos cantaron frente a los balcones interiores de la casa de Latorre, atribuyendo su melodía a lo entristecido que se hallaba esa noche el ánimo de Jorge.
Esto puso el colmo a los temores de José, quien después de pasearse largo tiempo en su cuarto, llamó a Rosa y conferenció con ella en secreto, haciéndole presente que amaba a Jorge como a un hijo y que pensaba en darle esposa. Recordó con este motivo a una tal Virginia, hija muy engreída de una honrada lavandera, la cual había estado en el colegio; sabía leer, escribir, peinarse y vestirse bien y nunca se había ocupado más que de la costura y las mallas y era muy virtuosa. En concepto de José, ésta era la única novia posible para su sobrino. Empero había la dificultad de que Jorge ni aún la conociese y esto era lo que se proponía salvar, invitando a la madre y a la hija, por medio de Rosa, al convite de su cumpleaños.
Esta aceptó la idea con el mayor entusiasmo.
- Hablales de Jorge -dijo José- diles cuanto él es, que no se necesita mayor elogio y no te olvides de ponderar su voz y lo muy bien que toca y canta.
- Descuida, que nada se me irá - repuso Rosa.
- Hagamos el último esfuerzo por distraer su pensamiento - dijo en alta voz el artesano, luego que estuvo solo.
El programa se cumplió al pie de la letra.
Por la mañana hubo misa de salud en Caima, con los padrinos respectivos. De regreso tuvo lugar el almuerzo expresamente preparado para el señor Cura, a quien tanto estrecharon que se vio precisado a aceptar. Presidió él la mesa, tomando asiento el del onomástico con su padrino don Rudecindo y Jacinta, que fue la madrina. Rosa, Jorge, Luis y los chicos.
Terminado el almuerzo, se retiró el señor Cura a quien acompañaron hasta la puerta los dueños de casa con visibles muestras de cariño y respeto.
Después cada uno se retiró a sus ocupaciones y las mujeres a hacer los preparativos del caso. Cerca de las dos de la tarde principiaron a llegar los convidados.
Cuando los hijos del pueblo se divierten, no necesitan de las ceremonias y cumplidos que gastan las clases elevadas y que por lo regular sólo sirven de fastidio.
La civilización ha dispuesto que las más elegantes formas oculten el rencor, la vanidad y la envidia que devoran a la culta sociedad.
Los hijos del pueblo no necesitan recurrir al antifaz cuando los ha reunido la amistad y la franqueza para darles un momento de alegría. Si alguno de los invitados tiene diferencias con otro, lo manifiesta sin rebozo al dueño de la fiesta y no asiste. La hipocresía, no hallando cabida en los talleres ha ido a refugiarse en los salones, donde magníficamente ataviada preside los festines.
Las familias de los artesanos, llegaron, pues, a casa de Rosa, alegres y sencillas. Las mujeres aseadas en sus vestidos y con dos trenzas bien peinadas; los hombres cubiertos de polvo; aquéllas venían de sus casas, éstos... de las trincheras.
José los recibió con su acostumbrada amabilidad. Tan luego como entraron Virginia y su madre, Rosa avisó que os picantes estaban en la mesa. Con demostraciones de entusiasmo se recibió la gran noticia y como no había tiempo que perder, todos se dirigieron al corredorcito que ya conocemos.
La mesa había crecido, gracias a tres o cuatro más que se le habían agregado; dos manteles y medio recién lavados, aunque sin almidón ni plancha, las cubrían. Los platos de todo porte, forma y color habían sido recopilados de toda la vecindad, incluso de casa de los convidados; en análogas condiciones estaban los cubiertos v las fuentes.
Estas contenían cuanto la cocina arequipeña tiene de más apreciado: conejos asados en palito, occopa adornada con cau cau, huevos duros, aceitunas negras y verdes loritos de liccha; seviche de camarones crudos; desastillado de boquillas; pollos hervidos con cebolla, peje-reyes al horno con llatan de rocotos, mote de habas con chauchas cocidas: quesos asados con papas, etc., etc.
Los alegres comensales prorrumpieron en aclamaciones al ver mesa tan bien provista: sentáronse en las bancas que les estaban destinadas y el banquete se celebró amenizado con enormes vasos de chicha. Pronto los cántaros quedaron vacíos, pasando su contenido más que a los estómagos a las cabezas de los artesanos.
La alegría, el entusiasmo, la algazara, subían de punto a cada momento. Los jóvenes prodigaban requiebros a las muchachas, la gente formal hablaba de política, trazaba planes, daba batallas, juzgaba a los militares, zahería a los unos, se burlaba de los otros, mezclando chistes, agudezas, ocurrencias originalísimas, todo en medio de carcajadas, choques de vasos, golpes de mesas, de un estruendo, en fin, capaz de poner en conmoción al barrio entero.
Luis y Jorge, a alguna distancia de la mesa, conversaban en voz baja, no sin gran contrariedad de las muchachas, que en vano se esforzaban por llamarles la atención.
Virginia que era la más bonita, y en su vestido y maneras revelaba cierta superioridad sobre las demás, tenía a un lado a su madre y al otro a Rosa, que la colmaba de atenciones; José de vez en cuando abría un paréntesis a la política para ocuparse de ella: y con satisfacción creyó notar que Jorge la atendía algo más que a las otras.
Esto, sin embargo, no era cierto. Para el joven cuanto le rodeaba le era indiferente.
Las sombras que principiaron a reemplazar al sol, advirtieron a la reunión que el día tocaba a su fin.
- ¡Diantre! - exclamó José dándose una palmada en la frente - ¡No hemos ido a la trinchera!
- ¡Caramba! ¡Cómo se nos ha ido el día! - dijo otro.
- Qué dirán de nosotros! - objetó don Rudecindo
- Irán mañana - dijo Jacinta - alguna vez se han de faltar
- Tiene Ud. razón, ahora sólo debemos pensar en dos buenas guitarras, que harta falta están haciendo - dijo un joven llamado Narciso
- Si, si, que bailen, que canten, dijo José
- Yo tengo una vihuela de primera clase -dijo Don Rudecindo- si quieres iremos a traerla.
- Sí, porque la mía está descompuesta
- Vamos – dijo Narciso poniéndose el sombrero- yo tocaré la de Ud. Don Rudecindo, Jorge tiene otra lindísima.
- Vamos, pues.
Ambos salieron sin que la mayor parte de la reunión se hubiese apercibido de nada.
A las ocho de la noche la sala principal de la casa de José estaba casi convertida en una Torre de Babel, donde cada cual procuraba expresar su buen humor de diferente modo.
Unos cuestionaban, otros cantaban, aquéllos ensayaban brindis, éstos se sentaban en el suelo en torno de una botella a la cual apostrofaban en medio de las risas de los demás.
Don Rudecindo, en un extremo de la sala sentado en una silleta sin espaldar, se aplicaba a templar una guitarra, con tanta fatalidad que cuando ya principaba a preludiar una moza-mala, ¡zás! se arrancó una cuerda.
-Mira, Andrés – dijo a un chico que estaba a su lado- ve a comprar una prima y una segunda de donde doña Toribia, ¿conoces?
-Si, a la mitad del callejón.
-Eso es.
-Que tiene un loro en la puerta.
- La misma. Toma hijo, toma; pero no hay sencillo.
-¿Y si no hay vuelto?
-Lo dejas. Anda volando.
Don Rudecindo puso en la mano del muchacho un peso fuerte y éste salió brincando.
-Que bailen doña Jacinta y don Silvestre, una glosa don Rudecindo – dijo Virginia.
- Han ido por cuerdas.
Las muchachas hicieron un gesto de impaciencia.
- Qué, ¿se han arrancado? – preguntó José aproximándose
- Si ahijado, falta la prima
José tomó la guitarra para componer la cuerda.
-Es demás ahijado, se ha roto de muy abajo, ve Ud?
-Tiene Ud. razón, padrino pero para un baile de pañuelo no hace falta la prima; lo que siento es estar con el brazo mal.
-¡Un baile de pañuelo! – gritaron varios
- Que toque Don Rudecindo.
- A eso voy - dijo éste tomando la vihuela y rasgando con todas sus fuerzas
- Parejas! - gritó José con solemnidad. Al punto salieron dos.
Jacinta y don Silvestre, Narciso y Virginia. Don Rudecindo cajeaba con los dedos sobre la vihuela. Por fin, las parejas se pusieron en movimiento y ahijado y padrino empezaron a glosar
El naranjo en el huerto
No da naranjas
Porque da los azahares
De la inconstancia.
Para qué me dijiste
Que me querías
Que sólo con la muerte
Me olvidarías.
Al llegar aquí José gritó: - ¡Fuego!
Al instante todos los presentes principiaron a jalear, unos con las manos, otros golpeando las mesas o las bancas; pero todos acompasadamente sin perder el aire de la música. El baile se hizo más arrebatador y los cantores, sin pérdida de tiempo, continuaron:
Fuego violento mi alma
Fuego violento
Me violentas el alma
Y el pensamiento
Ayayay y así decía
Un enfermo de amores
Que se moría.
Que se moría, sí
Que se moría.
- Dos, dos, dos, uno sin otro no vale, uno sin otro no vale.
Don Rudecindo volvió a principiar.
Desde entonces la jarana subió extraordinariamente de punto.
Las mozamalas se sucedían sin interrupción, los glosadores se turnaban y las copitas de resacado iban y venían, sosteniendo el buen humor.
Los borrachos empalagosos, que después de fastidiar a todos terminan por dormir, no pertenecían al número de los amigos de José. Todos eran artesanos honrados y pundonorosos como él.
Por eso la alegría, no el desorden, presidía la fiesta.
Rosa notó la ausencia de Jorge y de Luis y se lo hizo advertir a su marido en voz baja.
- Es verdad - dijo José-, ¿dónde se habrán ido?
Y salió en su busca.
Si el lector quiere seguirnos, podremos encontrarlos antes.
XLVI
El yaraví
La luna cruzando solitaria por el transparente azul del cielo enviaba raudales de luz de plata sobre las frescas plantas del jardín.
Jorge sentado bajo la frondosa parra, sobre un banco de piedra, contemplaba su misteriosa carrera.
La noche estaba deliciosa. Una aura juguetona y ligera rozaba la frente del joven.
La algazara de la función, los cantos, las carcajadas, el sonido de las copas llegaban hasta él, levantando un eco doloroso en su corazón.
Aquella alegría le hacía daño, le envolvía en una tristeza indefinible.
Luis le había dicho que iba a ver a Cecilia y lo había dejado solo.
No hallándose Jorge con ánimo dispuesto para tomar parte en la diversión y atraído por los encantos de la naturaleza, prometió a su amigo aguardarle en el jardín.
La serenidad de la noche, la apacible claridad de la luna, el delicioso ambiente de las flores, los misteriosos genios de la soledad, se apoderaron de aquella soñadora alma de artista y principiaron a pulsar sus fibras, cual las de una lira.
Nunca como en esos momentos había sentido Jorge la necesidad de amar y de ser amado; pero en su corazón sólo había el vacío y la desolación.
Sus ideas fluctuando en un océano de tristeza, eran vagas e inconstantes, hasta que fijándose en los primeros años de su infancia, despertaron sus adormidos recuerdos.
Su madre surgió de improviso del seno del pasado. Era una mujer hermosa, cuya rubia cabeza adornada con algunos hilos de plata, se inclinaba al peso de un dolor oculto.
Su Padre... ¡Ah! Era la página en blanco de su historia.
¿Qué misterio envolvía su nombre? ¿Por qué nunca lo había oído pronunciar?
Acaso por la primera vez de su vida Jorge se hacía estas preguntas.
Jorge tenía la idea de que su padre había muerto antes de su nacimiento; mas esta noche, por primera vez, pensó que era lo más extraño, que un hijo, sin ser expósito ignorase el nombre del autor de sus días, por primera vez fijó su consideración en que además de la de su madre, debería tener otra familia y se admiró de que jamás le hubiese dicho nadie: eres mi pariente.
Jorge retrocediendo hasta su cuna, se encontró con Elena. Entonces cambiaron de dirección todos sus pensamientos y fueron a reconcentrarse en aquella niña tan bella como candorosa, que se le apareció sonriente como la luz matinal. Después apagándose poco a poco esa sonrisa, la vio trocarse en lágrimas y éstas en diamantes que la resignación puso en forma de diadema sobre aquella frente casi infantil, que el martirio circundaba de luz.
El estrepitoso jaleo de una mozamala despertó al joven de su ensueño.
Tenía los ojos humedecidos y su mirada se encontró con la argentada luz de la luna, entre cuyos rayos había creído encontrar su visión.
- Que se repita, que se repita - gritaban los jaranistas entre risas y palmoteos.
Jorge se estremeció.
Parecióle que la realidad se burlaba de la ilusión y que lanzaba a su rostro una carcajada cruel.
Aquel rumor de fiesta, aquella algazara que zumbaba en sus oídos, mientras en su alma se alzaba el funeral de la esperanza, era un contraste que helaba la sangre en sus venas. Una mano se posó en su hombro y Jorge se volvió con un movimiento nervioso.
Era Luis.
- ¿Tan pronto? -preguntó Jorge tratando de tomar su acento y aire habitual.
- Fui volando, la he visto, está bien - repuso Luis con su atolondramiento de siempre.
- ¡Jorge! Luis! - gritó José desde el patio.
- Allá vamos - contestó éste y volviéndose a su amigo: tenemos que cumplir nuestro compromiso - dijo.
- ¿Cuál?
- ¡Toma!, el del yaraví; no sé qué laya de cabeza es la tuya que no te acuerdas de que nos comprometimos con tu tío a cantar uno.
- Tienes razón, lo había olvidado.
Jorge se puso de pie.
- Espera - dijo Luis, deteniéndole-, quiero decirte una cosa.
- Di.
- Tu tío mira con muy buenos ojos a Virginia.
- ¿Y qué?
- Rosa le hace muchas atenciones.
- ¿Qué hay de extraño?
- Que puede importarte mucho.
- ¿A mi?...
- Como que si la chica te gusta...
Jorge hizo un movimiento de displicencia.
- Tienes amplia protección - concluyó Luis.
En los labios de Jorge se dibujó una de esas sonrisas indefinibles que le eran peculiares en determinados momentos; y por toda respuesta, dijo secamente:
- Vamos.
- ¡Hola!, desertores, ¿dónde han estado? - fue el saludo casi unísono que se hizo a los jóvenes cuando entraron a la sala.
- Merecen un castigo.
- ¡Que se les multe!
A la vez, lo menos ocho copitas amenazaban a nuestros amigos.
Jorge sentado bajo la frondosa parra, sobre un banco de piedra, contemplaba su misteriosa carrera.
La noche estaba deliciosa. Una aura juguetona y ligera rozaba la frente del joven.
La algazara de la función, los cantos, las carcajadas, el sonido de las copas llegaban hasta él, levantando un eco doloroso en su corazón.
Aquella alegría le hacía daño, le envolvía en una tristeza indefinible.
Luis le había dicho que iba a ver a Cecilia y lo había dejado solo.
No hallándose Jorge con ánimo dispuesto para tomar parte en la diversión y atraído por los encantos de la naturaleza, prometió a su amigo aguardarle en el jardín.
La serenidad de la noche, la apacible claridad de la luna, el delicioso ambiente de las flores, los misteriosos genios de la soledad, se apoderaron de aquella soñadora alma de artista y principiaron a pulsar sus fibras, cual las de una lira.
Nunca como en esos momentos había sentido Jorge la necesidad de amar y de ser amado; pero en su corazón sólo había el vacío y la desolación.
Sus ideas fluctuando en un océano de tristeza, eran vagas e inconstantes, hasta que fijándose en los primeros años de su infancia, despertaron sus adormidos recuerdos.
Su madre surgió de improviso del seno del pasado. Era una mujer hermosa, cuya rubia cabeza adornada con algunos hilos de plata, se inclinaba al peso de un dolor oculto.
Su Padre... ¡Ah! Era la página en blanco de su historia.
¿Qué misterio envolvía su nombre? ¿Por qué nunca lo había oído pronunciar?
Acaso por la primera vez de su vida Jorge se hacía estas preguntas.
Jorge tenía la idea de que su padre había muerto antes de su nacimiento; mas esta noche, por primera vez, pensó que era lo más extraño, que un hijo, sin ser expósito ignorase el nombre del autor de sus días, por primera vez fijó su consideración en que además de la de su madre, debería tener otra familia y se admiró de que jamás le hubiese dicho nadie: eres mi pariente.
Jorge retrocediendo hasta su cuna, se encontró con Elena. Entonces cambiaron de dirección todos sus pensamientos y fueron a reconcentrarse en aquella niña tan bella como candorosa, que se le apareció sonriente como la luz matinal. Después apagándose poco a poco esa sonrisa, la vio trocarse en lágrimas y éstas en diamantes que la resignación puso en forma de diadema sobre aquella frente casi infantil, que el martirio circundaba de luz.
El estrepitoso jaleo de una mozamala despertó al joven de su ensueño.
Tenía los ojos humedecidos y su mirada se encontró con la argentada luz de la luna, entre cuyos rayos había creído encontrar su visión.
- Que se repita, que se repita - gritaban los jaranistas entre risas y palmoteos.
Jorge se estremeció.
Parecióle que la realidad se burlaba de la ilusión y que lanzaba a su rostro una carcajada cruel.
Aquel rumor de fiesta, aquella algazara que zumbaba en sus oídos, mientras en su alma se alzaba el funeral de la esperanza, era un contraste que helaba la sangre en sus venas. Una mano se posó en su hombro y Jorge se volvió con un movimiento nervioso.
Era Luis.
- ¿Tan pronto? -preguntó Jorge tratando de tomar su acento y aire habitual.
- Fui volando, la he visto, está bien - repuso Luis con su atolondramiento de siempre.
- ¡Jorge! Luis! - gritó José desde el patio.
- Allá vamos - contestó éste y volviéndose a su amigo: tenemos que cumplir nuestro compromiso - dijo.
- ¿Cuál?
- ¡Toma!, el del yaraví; no sé qué laya de cabeza es la tuya que no te acuerdas de que nos comprometimos con tu tío a cantar uno.
- Tienes razón, lo había olvidado.
Jorge se puso de pie.
- Espera - dijo Luis, deteniéndole-, quiero decirte una cosa.
- Di.
- Tu tío mira con muy buenos ojos a Virginia.
- ¿Y qué?
- Rosa le hace muchas atenciones.
- ¿Qué hay de extraño?
- Que puede importarte mucho.
- ¿A mi?...
- Como que si la chica te gusta...
Jorge hizo un movimiento de displicencia.
- Tienes amplia protección - concluyó Luis.
En los labios de Jorge se dibujó una de esas sonrisas indefinibles que le eran peculiares en determinados momentos; y por toda respuesta, dijo secamente:
- Vamos.
- ¡Hola!, desertores, ¿dónde han estado? - fue el saludo casi unísono que se hizo a los jóvenes cuando entraron a la sala.
- Merecen un castigo.
- ¡Que se les multe!
A la vez, lo menos ocho copitas amenazaban a nuestros amigos.
- ¿Quieren que cante? - preguntó Jorge.
- Sí - respondieron infinidad de voces.
- Pues entonces no me obliguen a tomar.
- ¿Que no ha de tomar?, ¡no faltaba otra cosa!
- Si no quiere por bien, tomará por la fuerza - dijeron varias mujeres.
- Sí, tome Ud., tome Ud. - decían varios presentándole las copitas.
Luis, que no se hizo rogar tanto y que ya tenía la copa en la mano, dijo a su amigo:
- Mira que se van a enojar contigo si no tomas. José también le decía:
- Condesciende con los amigos; un poquito no ha de hacerte mal.
Jorge aceptó una copa con la condición de que no habían de exigirle otra.
- Se lo prometemos - repusieron.
- Entonces, a la salud de todos ustedes.
- Lo mismo digo yo -agregó Luis-, pero ustedes nos acompañarán .
- Con el mayor gusto. Las copas se llenaron.
- ¡Salud!
- ¡Hurra!
Chocáronse los cristales, suspendióseles a los labios y desapareció su contenido.
- Ahora ¡a tocar!
- ¡Que cante Jorge!
- ¡Que cante Luis!
- ¡Un yaraví!
- ¡El prometido yaraví!
- Vamos, Jorge, esta niña sólo ha venido por oírte cantar - dijo José indicándole a Virginia.
- Voy a hacer lo que pueda, tío.
Luis sonrió maliciosamente.
Don Rudecindo aproximó la guitarra que apenas tenia tres cuerdas.
Luis desapareció, volviendo a los pocos minutos con una hermosa vihuela que entregó a su amigo.
El tomó la de don Rudecindo -Pero si no tiene cuerdas- dijo.
- Todas se han reventado - repuso aquél.
- Aquí hay encordadura completa - dijo Jorge sacándola cuidadosamente envuelta en un papel, de la caja de su vihuela.
- Arréglala tú - dijo Luis, dándole la guitarra de don Rudecindo.
Jorge la tomó y principió por quitarle las tres cuerdas viejas.
Como la operación era larga, todos volvieron a su primitiva diversión y renació la algazara.
Entretanto, Rosa sentada junto a Virginia, hacia el panegírico de Jorge.
José desde un ángulo de la sala, observaba a su sobrino, que ocupado en templar la vihuela, hablaba de vez en cuando en voz baja con Luis y a veces se sonreía.
- Esto va bien -pensaba el honrado artesano-, desde que le dije que Virginia quería oírle cantar, con todo entusiasmo se ha dedicado a arreglar la vihuela. Ahora parece que nada echa de menos; ni a Isabel; aseguro que en este momento no se acuerda de ella; ya debe estar convencido de que semejante amor es una locura y que Virginia le conviene; ahora veremos el canto que le dedique; eso será lo que esté acordando con Luis, un triste que parezca una declaración, un elogio a sus ojos, a sus cabellos…
- ¿En qué está Ud. pensando, ahijado? - dijo don Rudecindo, poniéndole la mano sobre el hombro - ¿O es que está Ud. durmiendo?
- No, padrino - repuso José sobresaltado por lo inesperado de la pregunta.
- Silencio, señores - dijo una voz que partió del lado de nuestros jóvenes amigos.
Al mismo tiempo se oyó un preludio tranquilo y dulce.
Todas las conversaciones se cortaron, todos los rumores se extinguieron.
Jorge y Luis se acompañaban maravillosamente con sus guitarras.
Los dulces sonidos fueron resonando cada vez más expresivos.
Gemían las cuerdas como el viento entre las selvas.
Diríase que un espíritu inmortal vagaba entre las vibraciones, que un alma sollozaba en los tañidos de esa música esencialmente nacional.
Los oyentes dominados por aquellos sonidos que les eran tan conocidos como sus propias lágrimas, tan familiares como sus propias penas, tan identificadas con su corazón, como su misma alma, guardaban religioso silencio.
El sereno semblante de Jorge iba adquiriendo el tinte de la melancolía más dulce; Luis, insensiblemente cambió la expresión de su fisonomía juguetona, por un aire impregnado de tristeza.
Al fin, de los labios de ambos jóvenes salió más como un suspiro que como un canto, esta estrofa:
Yo te dejaré de amar,
Se acabará mi pasión,
Seré ingrato a tus favores,
Y en otra pondré mi amor.
- Bien, muy bien - murmuró José, sin poderse contener.
Terminado el primer pasa-calle, como si Jorge reuniese sus perdidas fuerzas, tornó a cantar con enérgico a la vez que apasionado acento:
Cuando deje de alumbrar
El sol de oriente a poniente,
Cuando se consuma el mar
Y muera todo viviente,
Yo te dejaré de amar.
Jorge había pronunciado con tanta fuerza de expresión, con tal acento de verdad la apasionada estrofa de Melgar, que causó una verdadera conmoción.
José acababa de convencerse que nada había conseguido.
Cuando a todo corazón
Se le acaben sus latidos,
Y cuando no haya canción
De las aves en sus nidos,
Se acabará mi pasión.
Las cuerdas de los sonoros instrumentos sollozaban.
Cuando todos los verdores
De los campos se marchiten,
Y cuando todas las flores
En sus jardines no habiten,
Seré ingrato a tus favores.
Jorge pronunciaba las palabras una a una, como si pretendiera ser escuchado por otros seres que no se hallaban allí.
El silencio reinaba en torno de los jóvenes cantores.
Las notas más imperceptibles se oían.
Las voces se dejaron oír por última vez:
Cuando todo resplandor
Se obscurezca al medio día,
Cuando no sienta calor...
Usaré de alevosía
Y en otra pondré mi amor.
Cuando la última nota del yaraví se extinguió, muchas lágrimas silenciosas corrían y el aplauso general sólo vino después de un momento de silencio, sucediéndole otro más prolongado.
La emoción había sido verdadera.
Jorge se sonreía
Hubiérase dicho que disfrutaba de una victoria, gozándose en el dolor de sus víctimas.
Al fin José preguntó, con mal disimulada impaciencia:
- ¿Tú has compuesto esos versos?
- No, tío; nunca habría podido hallar yo imágenes como esas para expresar la imposibilidad del olvido; sólo Melgar pudo encontrarlas.
- A ti sólo te gustan las composiciones de ese poeta.
- Porque ninguno ha expresado el sentimiento, la ternura, el dolor, como él. Guerrero y poeta, patriota y amante, cantó a su amada y dio a su patria la vida. Desgraciado como todo hombre de espíritu superior, su amor no fue comprendido y su sacrificio no obtuvo recompensa; la patria no ha levantado un monumento a su memoria y sobre su tumba no hay una sola corona de laurel (*).
- Que cante Jorge otro yaraví - dijo Virginia.
Sí, sí, que cante, que cante.
Jorge volvió a coger la vihuela.
Dulce y tristísima la armonía, inundó de nuevo la habitación; el aire la levantó en sus alas, la llevó fuera y la dilató en el espacio y fue a herir otros corazones, con notas vagas, errantes, cual perdidas saetas emponzoñadas con dulcísimo veneno.
A la misma hora dos personas, una mujer completamente envuelta en su negro manto y un hombre embozado hasta los ojos, atravesaban Puente Viejo (**) con dirección a la ciudad .
La mujer parecía caminar difícilmente y se apoyaba en el brazo de su compañero.
El puente estaba solitario.
La luna rielaba sobre el agua del río Chili cuyo monótono sonido era el único que se percibía.
Por último, una campana de melancólico tañido, vibró en medio del silencio.
La mujer se detuvo; su compañero la imitó.
- Las nueve en Santa Teresa - dijo aquélla con voz dulcísima - ¡Qué triste es esta campana! y lanzó de su pecho un suspiro.
- ¿Estás fatigada? - preguntó el hombre con interés.
- Un poco; el viaje a caballo me ha hecho mal.
- Por eso me he apresurado a ponerte en tierra, dejando los caballos en el tambo.
- Sí, a pie estoy mucho mejor. ¿Distará mucho la casa?
- Unas cinco cuadras. La familia de tu amiga debe estar esperándonos; el arriero llegaría esta mañana.
Dieron algunos pasos más. La mujer volvió a detenerse.
- Enrique -dijo -, ¿qué bulto negro es ese que diviso?
- Debe ser la trinchera.
- ¿Y tu pasaporte?
- Aquí debe estar - repuso el hombre sacando del bolsillo una cartera y revisando los papeles a la luz de la luna -, aquí está - agregó.
- Vamos, pues - dijo la mujer dando sola algunos pasos vacilantes.
- Cuidado, no te vayas a caer, -dijo el hombre apresurándose a darle el brazo y agregó con afectuosa entonación: —Estás muy débil, mi querida Elena.
Poco después los dos viajeros se internaban en las desiertas calles de la población.
La campana de Santa Teresa continuó dando las nueve, triste y pausadamente, como un toque de agonía.
- Sí - respondieron infinidad de voces.
- Pues entonces no me obliguen a tomar.
- ¿Que no ha de tomar?, ¡no faltaba otra cosa!
- Si no quiere por bien, tomará por la fuerza - dijeron varias mujeres.
- Sí, tome Ud., tome Ud. - decían varios presentándole las copitas.
Luis, que no se hizo rogar tanto y que ya tenía la copa en la mano, dijo a su amigo:
- Mira que se van a enojar contigo si no tomas. José también le decía:
- Condesciende con los amigos; un poquito no ha de hacerte mal.
Jorge aceptó una copa con la condición de que no habían de exigirle otra.
- Se lo prometemos - repusieron.
- Entonces, a la salud de todos ustedes.
- Lo mismo digo yo -agregó Luis-, pero ustedes nos acompañarán .
- Con el mayor gusto. Las copas se llenaron.
- ¡Salud!
- ¡Hurra!
Chocáronse los cristales, suspendióseles a los labios y desapareció su contenido.
- Ahora ¡a tocar!
- ¡Que cante Jorge!
- ¡Que cante Luis!
- ¡Un yaraví!
- ¡El prometido yaraví!
- Vamos, Jorge, esta niña sólo ha venido por oírte cantar - dijo José indicándole a Virginia.
- Voy a hacer lo que pueda, tío.
Luis sonrió maliciosamente.
Don Rudecindo aproximó la guitarra que apenas tenia tres cuerdas.
Luis desapareció, volviendo a los pocos minutos con una hermosa vihuela que entregó a su amigo.
El tomó la de don Rudecindo -Pero si no tiene cuerdas- dijo.
- Todas se han reventado - repuso aquél.
- Aquí hay encordadura completa - dijo Jorge sacándola cuidadosamente envuelta en un papel, de la caja de su vihuela.
- Arréglala tú - dijo Luis, dándole la guitarra de don Rudecindo.
Jorge la tomó y principió por quitarle las tres cuerdas viejas.
Como la operación era larga, todos volvieron a su primitiva diversión y renació la algazara.
Entretanto, Rosa sentada junto a Virginia, hacia el panegírico de Jorge.
José desde un ángulo de la sala, observaba a su sobrino, que ocupado en templar la vihuela, hablaba de vez en cuando en voz baja con Luis y a veces se sonreía.
- Esto va bien -pensaba el honrado artesano-, desde que le dije que Virginia quería oírle cantar, con todo entusiasmo se ha dedicado a arreglar la vihuela. Ahora parece que nada echa de menos; ni a Isabel; aseguro que en este momento no se acuerda de ella; ya debe estar convencido de que semejante amor es una locura y que Virginia le conviene; ahora veremos el canto que le dedique; eso será lo que esté acordando con Luis, un triste que parezca una declaración, un elogio a sus ojos, a sus cabellos…
- ¿En qué está Ud. pensando, ahijado? - dijo don Rudecindo, poniéndole la mano sobre el hombro - ¿O es que está Ud. durmiendo?
- No, padrino - repuso José sobresaltado por lo inesperado de la pregunta.
- Silencio, señores - dijo una voz que partió del lado de nuestros jóvenes amigos.
Al mismo tiempo se oyó un preludio tranquilo y dulce.
Todas las conversaciones se cortaron, todos los rumores se extinguieron.
Jorge y Luis se acompañaban maravillosamente con sus guitarras.
Los dulces sonidos fueron resonando cada vez más expresivos.
Gemían las cuerdas como el viento entre las selvas.
Diríase que un espíritu inmortal vagaba entre las vibraciones, que un alma sollozaba en los tañidos de esa música esencialmente nacional.
Los oyentes dominados por aquellos sonidos que les eran tan conocidos como sus propias lágrimas, tan familiares como sus propias penas, tan identificadas con su corazón, como su misma alma, guardaban religioso silencio.
El sereno semblante de Jorge iba adquiriendo el tinte de la melancolía más dulce; Luis, insensiblemente cambió la expresión de su fisonomía juguetona, por un aire impregnado de tristeza.
Al fin, de los labios de ambos jóvenes salió más como un suspiro que como un canto, esta estrofa:
Yo te dejaré de amar,
Se acabará mi pasión,
Seré ingrato a tus favores,
Y en otra pondré mi amor.
- Bien, muy bien - murmuró José, sin poderse contener.
Terminado el primer pasa-calle, como si Jorge reuniese sus perdidas fuerzas, tornó a cantar con enérgico a la vez que apasionado acento:
Cuando deje de alumbrar
El sol de oriente a poniente,
Cuando se consuma el mar
Y muera todo viviente,
Yo te dejaré de amar.
Jorge había pronunciado con tanta fuerza de expresión, con tal acento de verdad la apasionada estrofa de Melgar, que causó una verdadera conmoción.
José acababa de convencerse que nada había conseguido.
Cuando a todo corazón
Se le acaben sus latidos,
Y cuando no haya canción
De las aves en sus nidos,
Se acabará mi pasión.
Las cuerdas de los sonoros instrumentos sollozaban.
Cuando todos los verdores
De los campos se marchiten,
Y cuando todas las flores
En sus jardines no habiten,
Seré ingrato a tus favores.
Jorge pronunciaba las palabras una a una, como si pretendiera ser escuchado por otros seres que no se hallaban allí.
El silencio reinaba en torno de los jóvenes cantores.
Las notas más imperceptibles se oían.
Las voces se dejaron oír por última vez:
Cuando todo resplandor
Se obscurezca al medio día,
Cuando no sienta calor...
Usaré de alevosía
Y en otra pondré mi amor.
Cuando la última nota del yaraví se extinguió, muchas lágrimas silenciosas corrían y el aplauso general sólo vino después de un momento de silencio, sucediéndole otro más prolongado.
La emoción había sido verdadera.
Jorge se sonreía
Hubiérase dicho que disfrutaba de una victoria, gozándose en el dolor de sus víctimas.
Al fin José preguntó, con mal disimulada impaciencia:
- ¿Tú has compuesto esos versos?
- No, tío; nunca habría podido hallar yo imágenes como esas para expresar la imposibilidad del olvido; sólo Melgar pudo encontrarlas.
- A ti sólo te gustan las composiciones de ese poeta.
- Porque ninguno ha expresado el sentimiento, la ternura, el dolor, como él. Guerrero y poeta, patriota y amante, cantó a su amada y dio a su patria la vida. Desgraciado como todo hombre de espíritu superior, su amor no fue comprendido y su sacrificio no obtuvo recompensa; la patria no ha levantado un monumento a su memoria y sobre su tumba no hay una sola corona de laurel (*).
- Que cante Jorge otro yaraví - dijo Virginia.
Sí, sí, que cante, que cante.
Jorge volvió a coger la vihuela.
Dulce y tristísima la armonía, inundó de nuevo la habitación; el aire la levantó en sus alas, la llevó fuera y la dilató en el espacio y fue a herir otros corazones, con notas vagas, errantes, cual perdidas saetas emponzoñadas con dulcísimo veneno.
A la misma hora dos personas, una mujer completamente envuelta en su negro manto y un hombre embozado hasta los ojos, atravesaban Puente Viejo (**) con dirección a la ciudad .
La mujer parecía caminar difícilmente y se apoyaba en el brazo de su compañero.
El puente estaba solitario.
La luna rielaba sobre el agua del río Chili cuyo monótono sonido era el único que se percibía.
Por último, una campana de melancólico tañido, vibró en medio del silencio.
La mujer se detuvo; su compañero la imitó.
- Las nueve en Santa Teresa - dijo aquélla con voz dulcísima - ¡Qué triste es esta campana! y lanzó de su pecho un suspiro.
- ¿Estás fatigada? - preguntó el hombre con interés.
- Un poco; el viaje a caballo me ha hecho mal.
- Por eso me he apresurado a ponerte en tierra, dejando los caballos en el tambo.
- Sí, a pie estoy mucho mejor. ¿Distará mucho la casa?
- Unas cinco cuadras. La familia de tu amiga debe estar esperándonos; el arriero llegaría esta mañana.
Dieron algunos pasos más. La mujer volvió a detenerse.
- Enrique -dijo -, ¿qué bulto negro es ese que diviso?
- Debe ser la trinchera.
- ¿Y tu pasaporte?
- Aquí debe estar - repuso el hombre sacando del bolsillo una cartera y revisando los papeles a la luz de la luna -, aquí está - agregó.
- Vamos, pues - dijo la mujer dando sola algunos pasos vacilantes.
- Cuidado, no te vayas a caer, -dijo el hombre apresurándose a darle el brazo y agregó con afectuosa entonación: —Estás muy débil, mi querida Elena.
Poco después los dos viajeros se internaban en las desiertas calles de la población.
La campana de Santa Teresa continuó dando las nueve, triste y pausadamente, como un toque de agonía.
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(*) Posteriormente, Arequipa, al celebrar el centenario de su nacimiento, ha hecho su apoteosis y le ha levantado un monumento.
(**) Hoy Puente Bolognesi
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(*) Posteriormente, Arequipa, al celebrar el centenario de su nacimiento, ha hecho su apoteosis y le ha levantado un monumento.
(**) Hoy Puente Bolognesi
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Video
El Pajarillo
Yaraví anónimo del siglo XIX
Recopilado y arreglado por Claudio Rebagliati. No se especifica el origen pero por el formato (en música y acompañamiento con piano) responde al estilo del yaraví arequipeño académico cultivado desde el siglo XIX.
Disco: "Mundo Azul. Piano popular del Perú". Homenaje a Doris Gibson (2010)
Piano: Flor Canelo
Piano: Flor Canelo
Marinera arequipeña con fuga de pampeña
La marinera es del maestro charanguista Angel "Toro" Muñoz Alpaca; la pampeña se titula Mi pichoncita, compuesta por el charanguista Oswaldo Lima Manrique, del conjunto Los Mistianos.
Conjunto Temple Diablo
Arreglo para cuarteto de guitarras: Pedro Rodríguez.
(Homenaje a Don Avelino Rodriguez por sus 50 años de trayectoria artística -ICPNA de Miraflores, 31 oct. 2007)