julio 20, 2008

Daniel Alomía Robles en primera persona



Nació en Huánuco en 1871 y murió en Lima en 1942. En tiempos en que la música indígena era despreciada e ignorada, se dedicó a recorrer el país recopilando no sólo información musicológica sino de tipo etnográfico, rescatando valiosísima información que de otro modo hubiera desaparecido. Se anticipó a la obra que hicieron los esposos D'Harcourt, con la diferencia de que la suya aún no ha sido publicada de manera integral y sistematizada. Hasta hoy, el trabajo de difusión más amplio de su obra (si bien no total, con la parte más importante), se debe a su hijo Armando Robles Godoy (con el destacado aporte de Enrique Pinilla Sánchez-Concha), quien impulsó la publicación "Himno al Sol : la obra folclórica y musical de Daniel Alomía Robles" (Lima : CONCYTEC, 1990, 3 v., 1528 p. + 7 casetes, il. ). Hace poco sus partituras fueron donadas por la familia a la Pontificia Universidad Católica del Perú, en donde están siendo conservadas y catalogadas para su estudio y -ojalá- difusión.

Su obra es muy vasta pero poco conocida, excepto por el tema "El Cóndor Pasa", que se hizo famoso por agentes externos a la política cultural del Perú (un hit musical en ránkings internacionales).  Más allá de su innegable belleza, ese factor externo definió que su nombre fuera más famoso que el de otros muchos músicos nacionales contemporáneos suyos, cuyos nombres y obras, de alta factura académica, son mal y poco conocidos para la mayoría de peruanos.

En 1943 Rodolfo Holzmann catalogó sus 238 obras originales. Se pueden destacar una "Misa de Gloria" (1909), los poemas sinfónicos "El indio", "Amanecer andino", "El resurgimiento de los Andes", los temas para voz y piano ""Sobre la playa", "Dime", "Fué una ola de mar", la ópera "Illa Cori" (o "La conquista de Quito por Huayna Cápac", de la cual forma parte el "Himno al sol"), la zarzuela Alcedo (solo queda la Serenata), fragmentos de la opereta "La Perricholi", etc. 

El "Cóndor Pasa" es parte de una zarzuela que Alomía compuso en 1913 con libreto de Julio Baudoin.   Esta zarzuela consistía en un boceto dramático de un acto y dos cuadros, ambientada en una zona minera de Cerro de Pasco, en los andes centrales del Perú.  Aunque la sociedad limeña de la época era aún reticente a acoger expresiones artísticas ligadas al indigenismo,  la obra tuvo mucho éxito y se siguió escenificando por unos dos años.  Sin embargo, después de ello fué pasando al olvido y nunca más se re-estrenó. La parte que se ha popularizado en todo el mundo es la del "pasacalle" y la "cashua", con innumerables arreglos según los ejecutantes. Por lo general se ejecuta instrumentalmente, pero algunos artistas le han creado letras, siendo el caso más conocido el del Dúo Simon & Garfunkel.

Su testimonio permite conocer detalles importantes de sus primeros avatares como estudiante y como músico. El llega a Lima cuando las tropas chilenas de ocupación se retiran, y dá cuenta de cómo al poco tiempo, a pesar de la postración post-bélica, la vida musical de la ciudad se dinamiza, animada no sólo por músicos europeos sino nacionales (llamando la atención el destacado rol de algunos maestros mulatos y negros).

El texto que se transcribe fue publicado por primera vez en la revista "Cascabel" (Lima, 1936, N° 76, p. 5), en la sección "Charlas al carbón" de Ernesto More.

//m. cornejo d.


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Fuente:
Peruanidad. Organo Ántológico del Pensamiento Nacional
Lima : Ministerio de Gobierno : Dirección de Propaganda e Informaciones, Vol. II, jul. 1942, N° 8, pp. 690-695
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Con Daniel Alomía Robles (charla retrospectiva)
Por: Ernesto More


La muerte de Alomía Robles acaecida el día 17 de julio enluta el arte musical de nuestra patria y América.

La obra de Robles, por su intención peruanista y su mérito artístico, constituye un aporte aquilatado para la educación estética de nuestro pueblo, y muchas de sus páginas, dada su sobresaliente realidad, se perpetuarán como perenne gloria en el corazón de todos los tiempos.


"Peruanidad" rinde homenaje al gran compostor huanuqueño publicando el intenso interloquio de Ernesto More conel famoso rapsoda. Tiene este trabajo calidades de autocrítica y autosemblanza trazadas por el propio maestro, cuya aobra, que traspasó triunfalmente las fronteras nacionales, es timbre de gloria y honor permanente para la patria (n.r.)


Si la bondad es el resorte oculto de todo gran artista, Robles lo es todo entero. Este hombre inmenso, atlético, casi rudo, tiene la diapasón de la bondad. No de esa bondad pasiva, propia de las almas débiles, y que no sacrifica nada, porque nada quiere, sino de ese amor activo de que habla Dostoiewsky, capaz de sacrificarlo todo voluntariamente, pero con gran voluntad. Física, moral, espiritualmente, Robles es el raro ejemplar de una raza en marcha. Sus pobladas cejas no parecen hechas para fruncirse enojadamente, sino para cubrir sus grandes emociones. Sus rasgos, rotundos, son como la geografía viva del Perú. Producen esa impresión de lo que no ha sido concluido y que, sin embargo, ha llegado a su término.

Hablar con él de música, sería lo menos musical. Pero él solfea sus recuerdos. Su vida se amontona y ordena en su memoria como una sinfonía. Habla de los hombres con notas. Todos son susceptibles de armonía.

El más profano en música, al oírle hilvanar sus recuerdos, que parecen sincopados por la bondad, advertiría que este hombre es músico desde lo más recóndito de su alma. Robles no es músico de carrera, es de destino. Su arte, más que su sacrificador, ha sido su confidente. Con los ojos vendados por una mano dulce y poderosa, Robles ha recorrido gran parte de su camino. Su fuerza está en haberse confiado a ese ser invisible. Hay cierta perplejidad en él por no poderle dar las gracias. Este fenómeno lo salva también de toda vanidad y de toda amargura. Esto nos enseña que el camino más corto para el artista es cerrar los ojos. Ya Ferdinad Celine lo dijo: Il suffit de fermer les yeux. C'est de l'autre cote de la vie. Basta cerrar los ojos. Es el otro lado de la vida.

No sabemos, realmente, en qué momento Robles se dejó vendar los ojos, en qué momento su destino habría de ser su carrera. No fue ingresando a una academia ni hechizado por algún gran artista. Su proceso es mucho más humilde. No se dijo: yo seré como éste. Sino que cantó como el pueblo. Dejemos, mejor que él nos cuente de sus principios.

Daniel Alomía Robles: Era un chiquillo de seis o siete años cuando, acompañando a mi madre, iba a la iglesia, en Huánuco. La iglesia era el único lugar en que se cantaba. Mi madre, muy piadosa, tenía especial predilección por la Virgen de las Mercedes, y, colgado a su traje, la veía todos los días llevarle flores a la sagrada imagen o sacudirle su veste. Esto, como verá usted, para mí tiene mucha importancia. Por eso se lo cuento.

De tanto ir a la iglesia, que no se si me atraía por la música o por la devoción, llegué a cantar en los coros. Y debía hacerlo bien, porque un inglés que tenía un establecimiento en una esquina por la que yo debía pasar, me obsequiaba siempre con dulces. Tenía un oído muy bueno, porque reproducía todo lo que escuchaba, pero encontraba un gusto especial en cantar los aires indígenas que tocaban las comparsas. Después me vine a Lima.

Tendría como doce años, y vivía en casa de un tío mío. Una noche, no sé cómo logré entrar al Politeama, en donde daban, ¡imagínese usted!, Bocaccio. Me quedé turbado por la música y por la cantante. En ese tiempo, las mujeres bellas eran redonditas, y no como ahora delgadas. Pero el Politeama era caro y yo era un serranito absorto. Además, la cantante tenía amores con el intendente. Pero todos esos imposibles dan fuerza.

Descubrí que en el teatro necesitaban comparsas, y me ofrecí. Así, de mercenario, pude introducirme algunas noches, hasta que yo mismo obtuve el cargo de contratar a otros. Llegué a ser enganchador. Al fin de la temporada, cantaba de Bocaccio, de Doña Juanita, de Fatiniza y de la Mascota. ¡Excelentes operetas de aquella época! Ni qué decirle que en mi casa era un moscardón. Mi garganta era el tábano de mi tío. Pero un día, oí que una persona preguntaba a mi tía: ¿es aquí donde cantan? ¿Qué cantan?, contestó mi tía, asombrada: ¡Sí, es mi sobrino que se pasa gritando todo el día!

Mi tío me llamó. Estaba acompañado de un negro chivillo, qué elegante y qué fino. Tenía nariz fina y boca pequeña y era de ébano. Pocos hombres he visto tan distinguidos como éste. 

¿Cómo, tú cantas, muchacho? me preguntó el negro. Yo no supe que responderle y a qué venía esta pregunta. Pero el negro, bondadosamente: ¿quisieras que te enseñé música? Y como yo le dije que no podría pagarle, el negro, riéndose y acariciándome: No me pagarás nada. Sólo te pediría que me ayudes en la iglesia y cantes. Cerramos el trato y el negro debía enseñarme en las noches, porque yo estudiaba de día.Robles cierra los ojos un momento. Sus cejas espesas se juntan más, como haciendo un esfuerzo por evocar aquella figura singular.

Aquel negro -continúa- era un hombre extraordinario de quien, no se por qué, no se ha guardado memoria. ¡Era un liberto! Se llamaba Manuel de la Cruz Panizo. Había sido esclavo de los Panizo. Y no vaya usted a creer que este negro era sólo un gran músico, sino que era un alma extremadamente generosa. Cuando le llegó la hora de la manumisión, su alma era ya enteramente libre. -Al hablarle de él, mi recuerdo no es sino pura gratitud.

Como habíamos acordado. Panizo me enseñaba el solfeo, en las noches, y yo iba a cantar en las iglesias. El había acaparado todas las actividades musicales sagradas. Para poderlas atender, Panizo contaba con masas orquestales, bastante bien adiestradas, con numerosos coristas. Dirigía admirablemente. Y si nos llena de asombro que un esclavo hubiese podido tener tal temperamento, no es extraño que un negro hubiese sido tan exquisito músico. A veces como en la Semana Santa, sus compromisos en las iglesias eran tantos, que Panizo, entre una y otra de las pausas de las Siete Palabras, se iba de iglesia en iglesia, para lo cual tenía siempre coche a la puerta, y donde no dirigía un trozo, dejaba un consejo a los que habían de sustituirlo. Su dirección, su fervor, su generosidad estaban siempre en todas partes. Panizo era una especie de manager, en aquellos tiempos.

Por esa época, vino a Lima Charles Morel, un famoso cantante francés, de la Opera de París. Como envejecía en el arte allá, vino a remozarse aquí. Le gustó Lima, y se quedó. Sobre todo, Morel tenía una voz muy educada. Contratado siempre por Panizo, Morel hacía sus doscientos o trescientos soles, lo que era bastan te en aquella época. Por cada vez, Panizo le pagaba veinte o veinticinco soles. Pero una vez, en una Semana Santa, parece que el francés le exigió a Panizo que le pagase, cincuenta soles por cantar en el Viernes Santo. Panizo se indignó, no por la suma, sino por la manera de exigirla. Usted es un ingrato, le dijo al francés, que ya bajaba en sus pretensiones. Yo no le daré nada. Esa misma noche, que era miércoles, Panizo se presentó en mi casa. Oye, muchacho, me dijo, necesito que me ayudes. Estudia esto. Y me mostró unos papeles de Miriadante y de Rossini. Ni protesté ni acepté: me quedé perplejo. Tú lo puedes. Yo volveré dentro de media hora. Y Panizo desapareció. Me puse a solfearlos. Panizo regresó al cabo de una hora. ¿Ya está? -¡Yo no sé!- ¡A ver, canta! Y canté. A Panizo no le pareció mal. Al día siguiente hubo ejercicio general. Por fin vino el Viernes Santo. Había que cantar en San Pedro. Yo estaba como el azogue que no encuentra su nivel, corriendo entre el miedo y el gusto. Tenía tanto miedo, que me escuchaba a mí mismo, y tanto gusto, que no sabía si lo que cantaba estaba bien o estaba mal. Cuando concluí, Panizo, como si fuese mi padre, vino a abrazarme, emocionado, y me puso en las manos un cartucho de cincuenta soles. ¡Tanta plata junta, no la había recibido nunca!

Al cabo de un rato de silencio, Robles repite: ¡No sé cómo ha podido olvidarse Lima de una figura tan interesante y tan limeña! Sepa usted que los chilenos, lo encontraron tan bueno que se lo llevaron a Chile, pero Panizo prefirió regresar a su Lima. Poco tiempo después me puse en contacto con Claudio Rebagliatti, quien me dijo que me había seguido los pasos. Así como Panizo, Rebagliatti me ofreció enseñarme música, siempre que lo ayudara en sus conciertos. Y así fue. Tengo la impresión de que en aquella época había más fervor musical que hoy en día. Lima contaba con tan buenos elementos como Panizo, Rebagliatti, el mulato Aguilar, excelente violinista que iba a dar conciertos a la Argentina; Alberto Masías, cuñado de Morales Bermúdez; María, el flautista español y la Teresita Ferreyra, una admirable soprano coloratura. En el Orfeón Francés, en el Club Italiano y en la Filarmónica se escuchaban frecuentemente conciertos dirigidos por el maestro Rebagliatti. En Valladolid, la Sociedad de Artesanos sostenía una academia nocturna. Ya usted ve que los obreros no eran ajenos a esta clase de esparcimientos, y que se interesaban por el arte y la cultura. Y el estado no gastaba ni un centavo en sostener estos centros, que surgieron y se sostuvieron libremente. Ahora hay más músicos, pero menos música.

En esos tiempos, predominaba la música italiana, con qué brío. No se conocía absolutamente nada de la música nativa, como no fuese en uno que otro callejón, en los extramuros. Yo no sé cómo el profesor Kurt Lange dice que la música italiana ha alterado el sentido americano de la música. Mal pudo hacerle daño cuando no se le conocía. El acervo americano estaba enteramente virgen, porque a lo más se había llegado al yaraví.

Ernesto More: Y usted ¿la había encontrado ya, maestro?

D.A.R.:  Tampoco. Aunque siempre siguieran mis oídos las melodías escuchadas en mi niñez, yo no tenía un concepto de su valor y de su extensión. Además, por ese entonces, es decir, hace cincuenta años, aunque me ejercitaba en la música mi familia prefirió que fuera otra cosa. Entonces, aquí, el artista no era apreciado sino cuando era muy grande.

Y subrayando, sus palabras, Robles prosiguió:

-¡Y ahora también es lo mismo! Yo quise ser médico y cursé como alumno libre tres años de medicina. Y va usted a ver cómo la vida tiene singulares contrastes, pues así como el horror al arte, de que parecía llena mi familia, me indujo a pensar en la medicina, la medicina me llevó de nuevo al camino del arte.

En mi cuarto de estudiante y de bohemio nunca faltaba un piano. Allí nos reuníamos unos cuantos amigos. Ellos eran el doctor Osores, que era estudiante de derecho; el doctor Aljovín, estudiante de medicina y un señor Luna, estudiante de ingeniería.

En un viaje que hice a Matucana, fui testigo de una escena impresionante. El sacristán de la iglesia, que padecía de uta, tenía toda la oreja y parte de la cara comidas. No se conocía remedio para el mal. Pero esa vez, llegó un indio ofreciendo yerbas y medicinas y decía tener un jugo de plantas, con el que curaba la uta. El sacristán hizo la experiencia y curó en pocos días. El indio no quiso decir su secreto, contentándose con indicarnos que ese jugo lo había extraído de algunas plantas de la montaña. Traje a Lima un poco de ese jugo, lo apliqué a diferentes personas que padecían de alguna herida, y a todas las sanó. Maravillados, los amigos de que he hablado y yo, decidimos hacer un viaje a la montaña. El doctor Osores haría la crónica del viaje; el ingeniero Luna marcaría y estudiaría las rutas, y el doctor Aljovín y yo seríamos los herbolarios. Pero sólo pudimos ir Luna, Trujillo y yo. Al llegar a San Luis de Shuaro mis compañeros se enfermaron y tuvieron que volver. Me quedé solo, en el convento de aquel pueblo, y conocí al padre Gabriel Sala, otro hombre a quien nunca podré olvidar. Este era español, franciscano, pequeño, achinado, borradito. Nunca estaba triste. En las peores fatigas, el padrecito Sala sonreía, y con qué verdad.

En ese tiempo, Piérola deseaba construir el camino entre La Merced y San Luis de Shuaro. Le encomendó a Capelo el estudio de esta obra. Capelo dijo que costaría 75 mil soles, suma muy fuerte para ese entonces. El proyecto se encarpetó. Uno de esos días el padre Sala solicitó hablar con Piérola. Se le recibió. El padre ofreció hacer el camino, siempre que se diesen herramientas, dinamita y tres mil soles. Piérola se rió, no del frailecito, porque era creyente, sino de lo absurdo de la empresa. Y más por un acto de piedad que de gobierno, Piérola mandó que se le diera al padre Sala lo que solicitaba. Había hecho un acto de caridad con dinamita. El padrecito Sala se perdió. Se fue a la selva, juntó a 200 salvajes, que eran como sus hijos, y trabajando con ellos dejó expedito el camino, por el cual regresó a Lima para devolver a Piérola un saldo de mil soles. El padrecito convirtió la caridad de Piérola en una obra de gobierno.

El fue quien reunió, tomando de Monasterios y de conventos, doscientos negros y doscientas negras. Formó parejas, las unió en matrimonio y las condujo a la montaña. Allí, les repartió tierras y les ayudó y enseñó a edificar sus casas. Les enseñó a sembrar y trabajar en el campo. Les enseñaba a regar y les enseñaba a cantar. Cuando alguien enfermaba, lo asistía como un hermano. Ninguno de esos matrimonios fue infeliz. Los domingos, a eso de las dos de la tarde, los reunía a todos hombres y mujeres. De antemano, había dispuesto un melodio en lugar apropiado, y no se olvidaba de llevar unos barrilitos de vino y su poco de pisco. - "No es bueno -decía el padre Sala- trabajar sin descanso. Y el mejor descanso es la alegría. Bailen, beban y gocen. Aquí hay vino y hay pisco, que yo les tocaré la música".

Nunca he visto alegría mayor con tanta compostura. A veces, yo le ayudaba a tocar al padre. Eso sí, a las seis, indefectiblemente, todos: hombres y mujeres, todavía sudorosos por el baile, entraban a rezar el rosario. Y rezaban tan contentos como habían bailado. Había allí muchos italianos escapados de prisión. Y usted sabe que el italiano, cuando es malo, nadie lo gana. Sin embargo, al padre Sala lo querían profundamente, hasta los liberales y los ateos. Y le voy a contar una, historia, que para mí fue escena imborrable.

Allí en la selva, había un tal Velarde, que tenía una hacienda, en la que vivía con su mujer y sus hijos. El era liberal; ellas religiosas. El despotricaba contra curas y conventos, la forma más fácil y primitiva del liberalismo. Una tarde, en su hacienda, durante una espantosa tormenta, se presentó un humilde lego. Venía montado en una mula y tiraba de otra, que venía cargada. Buscaba cobijarse hasta que pasase la tempestad. La mujer, cristiana, se lo dijo al marido, que se enfurruñó. ¡Cómo, fraile en mi casa! ¡Mal agüero! Eso no lo permito. Y el hombre se paseaba furioso.

Pero por un momento, le imploró la mujer. Ni siquiera has de verlo, ni el ha de entrar. Que se cobije en la ramada donde tiran el bagazo. El marido accedió con un gesto. El hermanito, transido entró en la ramada, cobijó a sus animales y se sentó sobre el bagazo. Pero la tempestad no cesaba un momento. Arreciaba más bien. Anocheció. La familia se sentó a la mesa. Con el primer bocado, la señora se acordó del pobre lego. Miró a su marido. - ¿Te parece que lo dejemos a ese pobre lego toda la noche en la ramada? Y el marido: - ¡No faltaba más! ¡No te dije que era mal agüero!... Pero en fin, que le pongan una mesita aparte, en una esquina. Así se hizo, y el lego entró. Concluída la comida, el liberal, por decir algo, y por conversar con un extranjero, inició la charla con el lego.

-¿Y dónde está el padre Sala de quien tanto se habla?
- Está en la montaña, hermano.
- Es el único fraile a quien yo pasaría.
- Sí, hermano.
- ¿Y por qué no pasa por aquí?
- Sí pasa
- ¿Pero cómo no lo veo?
- Sí lo ve usted, hermano.
- ¡Pero lo conocería!
- Sí lo conoce usted

Padre Gabriel Sala [fuente de la foto]

A medida que conversaban, la mujer, más inspirada, iba cediendo a la revelación. Se levantó y silenciosamente, fue a arrojarse a los pies del lego. Sus hijos lo siguieron. ¿Usted es, pues, el padre Sala? preguntó atónito, el marido, quien también acabó besando la mano de aquel verdadero franciscano.

E.M.: Y el padre Sala, que fue una gran alma, como se ve, ¿produjo un efecto, particular en la vida de usted, maestro?

D.A.R.: Muy grande. El padre Sala no sólo me dio las primeras dos canciones de mi colección, sino que, espiritualmente, yo no sé cómo, me dotó de una fuerza agradable y persistente.

E.M.:¿Y su primera obra de aliento?

D.A.R.: Allí iba, precisamente. Habían pasado los años y yo me había casado. Mi mujer me estimuló como nadie. No le diré sino que mi obra pertenece a su devoción. Tenía mal oído, ¡la pobre! pero qué exquisita abnegación. Para hacerme componer se valía de todos los recursos, movió mis resortes más íntimos. Sólo así se explica que un día, sabiendo la adoración que yo tenía por el recuerdo de mi madre, me dijera. ¿Y por qué no hacer una Misa a Las Mercedes? Tú me has contado que tu madre le tenía profunda devoción.

Me acordé, en efecto, de mi madre, y la vi cepillando los trajes de la Virgen. ¿Si el recuerdo de mi madre se confunde con la devoción? No podría decirlo. Lo que sé es que hay cierto pasado que es como nuestro guía en el futuro. Hice acercar un piano a la cama, porque estaba enfermo, y así compuse la Misa a Las Mercedes.

Cuando supe que la misa había de tocarse en la fiesta y no en la novena, casi reviento de gozo. Pero venía, el problema de la dirección, porque, yo no me consideraba capaz. Me fui donde el Maestro  Rebagliatti, con ánimo de pedírselo. Lo encontré abatidísimo, en una silla de ruedas. Su hija había sido asesinada poco tiempo antes. No le hablé de la dirección, sino que, simplemente, lo invité a escuchar la Misa. Ha pesar de no salir ya de su casa el Maestro accedió y acudió. La Misa la dirigió el padre Villalba, agustino. Rebagliatti estaba en su silla de ruedas. Nunca me olvidaré que al terminar, cuando me acerqué donde él, se incorporó, me abrazó con una efusión paternal, y lloró. Lo que usted ha hecho, está muy bien. Tiene algunos defectos, como es natural. Venga usted mañana, que yo quiero ayudarle a corregirlos.

Al día siguiente, cuando me preparaba a ir a su domicilio, supe que el Maestro se había muerto repentinamente.

E.M.: ¿Cómo consiguió usted realizar su obra folklórica?

D.A.R.: Viajando por todo el Perú. Mi obsesión musical ha sido tanta en mis viajes, que el Perú se me representa como un teclado. Creo que por el sonido podría decir en qué punto de mi país me encuentro en un momento dado. Pero quien me dio la verdadera orientación folklórica, fue Pedrelle, en la Argentina. Cuando vio mi obra, me dijo que ella era una colección y no un folklore. El fue el que me enseño a separar lo personal de lo objetivo. Desde entonces no sólo trabajé en completarla, sino en depurarla. Actualmente, tengo clasificadas más de mil melodías.

E.M.: ¿Y de sus recuerdos de Estados Unidos?

D.A.R.: ¡Tendría tanto que decirle! La vida allí fluctúa constantemente en altas y bajas. No sé de qué hablarle de preferencia. Si del tercer premio que obtuve en Washington, entre 3,000 concursantes de todas partes. Si del momento en que mis obras fueron admitidas por la Banda Goldman, que las ejecutó, repetidas veces, ante 50 mil personas, o si del ofrecimiento que nos hizo el Presidente Harding a Hugo y a mí, para componer y montar una ópera que debía darse en Panamá como uno de los tantos números con que el Gobierno americano quería celebrar el año 26, la apertura del Canal, lo cual no fue posible hacerlo el año 16, por la guerra. Hugo era músico y catedrático de la Universidad de Baltimore. Desgraciadamente murió Harding, y su sucesor Coolidge, un hipócrita consumado, se opuso, primero, a darnos la suma ofrecida, que era respetable, y por último pretextando dificultades financieras se postergó la celebración de la apertura, indefinidamente. Al consultárseles a los gobiernos e instituciones de América por los músicos que podrían hacerse cargo de esa ópera, Brasil recomendó a Villalobos; Argentina, Uruguay, Chile, Bolivia y Cuba me recomendaron a mí. Del Perú respondieron a favor de Vallerriestra. Como yo fui favorecido por el voto de seis naciones, se me encomendó la obra que, como digo, no se llevó a cabo, desgraciadamente. Me quedé, como se dice, con la miel en los labios.

El año 31, la Unión Panamericana y el Instituto Internacional de Educación y algunos profesores de universidades americanas, se dirigieron al Gobierno del Perú, recomendando la publicación de mi obra, haciendo hincapié sobre su trascendencia. En Estados Unidos no se recibió ni respuesta de esa comunicación.

Al decir esto, Robles no tiene el ánimo de hacer ninguna inculpación. Su espíritu, que no conoce el desaliento, está dulcificado por la conciencia del trabajo cumplido.

Nos despedimos del Maestro que ha consagrado toda una vida a la formación del archivo musical del Perú.


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Audio



Amanecer Andino
"Danza incaica" [según catálogo de la Victor]
Compositor: Daniel Alomía Robles
Ejecución: Victor Concert Orchestra (Director: Nathaniel Shilkret).  Nueva York, agosto de 1928
Instrumentación: 6 violines, 3 saxofones, 2 cornetas, cello, piano, "traps", banjo, trombón, tuba
Matriz: CVE-24263
Etiqueta: Victor 59077




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Video


El Cóndor Pasa
Quena: Raymond Thevenot
subido por Hossam Shawky





Himno al Sol
Fragmento del primer acto de la Opera "Illa Cori"  o "La conquista de Quito por Huayna Cápac" (1911. Drama lírico en tres actos con letra del padre agustino David Rubio)
Kinsa Trio:
Aygul Pribylovskaya, cello
Marco Antonio Mazzini, clarinet&bass clarinet
Ward De Vleeschhouwer, piano

subido por Marco Antonio Mazzini





Amanecer Andino - Poema sinfónico
Composición: Daniel Alomía Robles
Orquestación: Rodolfo Holzmann
Orquesta Sinfonica de la Pontificia Universidad Católica del Perú-PUCP (Director: Bertrand Valenzuela)
subido por PUCP






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Enlaces


El Cóndor Pasa, patrimonio cultural de la nación
Donación de manuscritos musicales de Daniel Alomía Robles