octubre 31, 2009

La fuerza del zumbayllu


Inscripción en la Casona de la UNSA (Universidad Nacional de San Agustín - Arequipa)

Los Ríos profundos es una de las novelas mayores de la narrativa peruana y latinoamericana. Su forma de expresar el mundo andino “desde adentro”, o mejor dicho como “puente” entre éste y el mundo occidental a través de la narración, relieva el profundo simbolismo que entraña la oralidad quechua. Los elementos del mundo circundante, componen expresividades sonoras y visuales cargadas de sentido a través de la oralidad, sea en forma de poesía como de cantos, mitos y leyendas. Toda la novela está impregnada de esa oralidad.
Los pueblos que enmudecen y ya no cantan son pueblos sin memoria ni libertad. Ese parece ser parte sustancial de su mensaje. Enmudecido es el triste pongo del tío de Eugenio (el muchacho protagonista de 14 años, alter-ego de Arguedas), un tío al que llama sólo “El Viejo”, presentado como antípoda del inca, con sus 4 grandes haciendas y su escenificado fervor religioso. Los colonos de la hacienda Patibamba, que cercaba (como engulléndola) toda la ciudad de Abancay, una hacienda tan vasta como cargada de silencio y ausencia, también son seres enmudecidos. En cambio, las chicherías [picanterías] del barrio Huanupata, regentadas por cholas recias y alegres son la otra cara de ese silencio: en ellas se come, se canta y se baila impenitentemente. En ellas los parroquianos, los trajinantes de caminos, los arrieros de distintas lejanías intercambian sus alegrías, sus penas y sus saberes en forma de juegos, relatos, cantos y danzas.
Por esa cualidad de mediadoras de mundos (a través del habla, la comida y el canto), las chicheras hacen de agentes catalizadores, como cuando fueron protagonistas del motín contra los abusos del Estanco de la Sal, en el que, tomando en cuenta el dolor silente de los colonos de Patibamba, les llevaron al son de alegres pukllay, parte de los bloques de sal ganados.
La novela, ambientada a mediados de la década de 1920, es fuente vasta para acercarse entre muchas otras cosas, a la sonoridad andina, en particular a su musicalidad; muchos pasajes resuenan ante los ojos lectores como sólo Arguedas podía hacerlo. Aquí algunos de esos pasajes: el que alude a los indómitos morochucos -tocadores de wak'rapukus y charangos-, o a los jarawis de despedida, o a los huaynos en las chicherías, o a la sonoridad mágica del zumbayllu, o a instrumentos indígenas como el pinkuyllo o el wak’rapuku, o al gran impacto que debieron ejercer las primeras bandas militares que llegaban a los pueblos, responsables en buena parte, de la primera "modernización" en la música indígena .
No se incluyen los pies de página incluidos en la edición citada. A fin de cuentas, lo mejor es leer la novela completa.
//marcela cornejo

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Los ríos profundos
Jose María Arguedas
Ricardo Gonzáles Vigil (ed.)
Madrid: Ediciones Cátedra: Letras Hispánicas, 1998, 2da. Ed.

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pp. 184-185:

De Cangallo seguimos viaje a Huamanga. Por la pampa de los indios morochucos. Jinetes de rostro europeo, cuatreros legendarios, los morochucos son descendientes de los almagristas excomulgados que se refugiaron en esa pampa fría, aparentemente inhospitalaria y estéril. Tocan charango y wak'rapuku, raptan mujeres y vuelan en la estepa en caballos pequeños que corren como vicuñas. El arriero que nos guiaba no cesó de rezar mientras trotábamos en la pampa. Pero no vimos ninguna tropa de morochucos en el camino. Cerca de Huamanga, cuando bajábamos lentamente la cuesta, pasaron como diez de ellos; descendían cortando camino, al galope. Apenas pude verles el rostro. Iban emponchados; una alta bufanda les abrigaba el cuello; los largos ponchos caían sobre los costados del caballo. Varios llevaban wak'rapukus en la espalda, unas trompetas de cuerno ajustadas con anillos de plata. Muy abajo, cerca de un bosque reluciente de molles, tocaron sus cornetas anunciando su llegada a la ciudad. El canto de los wak'rapukus subía a las cumbres como un coro de toros encelados e iracundos.
Nosotros seguimos viaje con una lentitud inagotable.
[…]

pp. 201-203:
Cuando los políticos dejaron de perseguir a mi padre, él fue a buscarme a casa de los parientes donde me dejó. Con la culata de su revólver rompió la frente del jefe de la familia y bajó después a la quebrada. Se emborrachó con los indios, bailó con ellos muchos días. Rogó al vicario que viniera a oficiar una misa solemne en la capilla del ayllu. Al salir de la misa entre cohetazos y el repique de las campanas mi padre abrazó en el atrio de la Iglesia a Pablo Maywa y Victo Pusa, alcaldes de la comunidad. En seguida montamos a caballo en la plaza, para comenzar el inmenso viaje. Salimos del caserío y empezamos a subir la cuesta. Las mujeres cantaban el jarahui de la despedida:

¡Ay warmallay warma
yuyaykunkim, yuyaykunkim!

Jhatun yurak’ ork’o
kutiykachimunki;
abrapi, puquio, pampapi puquio
yant’atak’yakuyananman.

Alkunchallay, kutiykamunchu
raprachaykipi apaykamunki

Riti ork’o, jhatun riti ork’o
yank’atak’ ñannimpi ritiwak
yank’atak’ wayra
ñannimpi k’ochpaykunkiman

Amas pára amas pára
aypankichu;
Amas k’ak’a, amas k’ak’a
ñannimpi tuñinkichu

¡Ay warmallay warma
kutiykamunki
kutiykamunkikuni!

¡No te olvides mi pequeño,
no te olvides!

Cerro blanco
hazlo volver
agua de la montaña, manantial de la pampa
que nunca muera de sed

Halcón cárgalo en tus alas
y hazlo volver
inmensa nieve, padre de la nieve,
no lo hieras en el camino.
mal viento
no lo toques

Lluvia de tormenta,
no lo alcances.
¡no precipicio, atroz precipicio,
no lo sorprendas!

¡Hijo mío,
has de volver,
Has de volver!

- No importa que llores. Llora hijo, porque si no, se te puede partir el corazón – exclamó mi padre, cuando vió que apretaba los ojos y trotaba callado.
[…]

pp. 207-211:
V
Puente sobre el mundo

“¡Pachachaca! Puente sobre el mundo, significa este nombre.”
Sólo un barrio alegre había en la ciudad: Huanupata. Debió ser en la antigüedad el basural de los ayllus, porque su nombre significa “morro del basural”. En ese barrio vivían las vendedoras de la plaza del mercado, los peones y cargadores que, trabajaban en menesteres ciudadanos, los gendarmes, los empleados de las pocas tiendas de comercio; allí estaban los tambos donde se alojaban los litigantes de los distritos, los arrieros y los viajeros mestizos. Era el único barrio donde había chicherías. Los sábados y domingos tocaban arpa y violín en las de mayor clientela, y bailaban huaynos y marineras. Decían que en esas jaranas podían encontrarse mujeres fáciles y aun mestizas que vivían de la prostitución.

Oleadas de moscas volaban en las puertas de las chicherías. En el suelo, sobre los desperdicios que arrojaban del interior, caminaba una gruesa manta de moscas. Cuando alguien entraba a las chicherías, las moscas se elevaban del suelo y formaban un remolino. El piso estaba endurecido por el caminar de la gente; las mesas eran bajas, y las bancas pequeñas. Todo era negro de suciedad y de humo. Varias mestizas atendían al público. Llevaban rebozos de Castilla con ribetes de seda, sombreros de paja blanqueados y cintas anchas de colores vivos. Los indios y cholos las miraban con igual libertad. Y la fama de las chicherías se fundaba muchas veces en la hermosura de las mestizas que servían, en su alegría y condescendencia. Pero sé que la lucha por ellas era larga y penosa. No se podía bailar con ellas fácilmente; sus patronas las vigilaban e instruían con su larga y mañosa experiencia. Y muchos forasteros lloraban en las abras de los caminos, porque perdieron su tiempo inútilmente, noche tras noche, bebiendo chicha y cantando hasta el amanecer.

Las chicherías recibían gente desde el mediodía, pero sólo en la tarde y en la noche de los sábados y domingos iban los músicos. Cualquier parroquiano podía pedir que tocaran el huayno que prefería. Era difícil que el arpista no lo supiera. A las chicherías van más forasteros que a un tambo. Pero ocurría, a veces, que el parroquiano venía de tierras muy lejanas y distintas; de Huaraz, de Cajamarca, de Huancavelica o de las provincias del Collao, y pedía que tocaran un huayno completamente desconocido. Entonces los ojos del arpista brillaban de alegría; llamaba al forastero y le pedía que cantara en voz baja. Una sola vez era suficiente. El violinista lo aprendía y tocaba; el arpa acompañaba. Casi siempre el forastero rectificaba varias veces: “¡No; no es así! ¡No es así su genio!”. Y cantaba en voz alta, tratando de imponer la verdadera melodía. Era imposible. El tema era idéntico, pero los músicos convertían el canto en huayno apurimeño, de ritmo vivo y tierno. “¡Manan!”, gritaban los hombres que venían de las regiones frías; los del Collao se enfurecían, y si estaban borrachos, hacían callar a los músicos amenazándolos con los grandes vasos de chicha. «Igual es, señor», protestaba el arpista. “¡No, alk'o (perro)!”, vociferaba el collavino. Ambos tenían razón. Pero el collavino cantaba, y los de la quebrada no podían bailar bien con ese canto. Tenía un ritmo lento y duro, como si molieran metal; y si el huayno era triste, parecía que el viento de las alturas, el aire que mueve a la paja y agita las pequeñas yerbas de la estepa, llegaba a la chichería. Entonces los viajeros reacordábamos las nubes de altura, siempre llenas de amenaza, frías e inmisericordes, o la lluvia lóbrega y los campos de nieve interminables. Pero los collavinos eran festejados. Las mestizas que no habían salido nunca de esas cuevas llenas de moscas, tugurios con olor a chicha y a guarapo ácido, se detenían para oírles.

Ellas sabían sólo huaynos del Apurímac y del Pachachaca, de la tierra tibia donde crecen la caña de azúcar y los árboles frutales. Cuando cantaban con sus voces delgaditas, otro paisaje presentíamos; el ruido de las hojas grandes, el brillo de las cascadas que saltan entre arbustos y flores blancas de cactus, la lluvia pesada y tranquila que gotea sobre los campos de caña; las quebradas en que arden las flores del pisonay, llenas de hormigas rojas y de insectos voraces:

¡Ay siwar k'enti!
amaña wayta tok'okachaychu,
siwar k'enti. Ama jhina kaychu
mayupataman urayamuspa,
k'ori raphra,
kay puka mayupi wak'ask'ayta
k 'awaykamuway

K'awaykamuway
siwar k'enti, k'ori raphra,
llakisk' ayta,
purun wayta kirisk'aykita,
mayupata wayta
sak'esk'aykita.

¡Ay picaflor!
ya no horades tanto la flor,
alas de esmeralda.
no seas cruel,
baja a la orilla del río,
alas de esmeralda,
y mírame llorando junto al agua roja,
mírame llorando.

Baja y mírame,
picaflor dorado,
toda mi tristeza,
flor del campo herida,
flor de los ríos que abandonaste.

Yo iba a las chicherías a oír cantar y buscar a los indios de hacienda. Deseaba hablar con ellos y no perdía la esperanza. Pero nunca los encontré. Cierta vez, entraron a una chichería varios indios traposos, con los cabellos más crecidos y sucios que de costumbre; me acerqué para preguntarles si pertenecían a alguna hacienda. ¡Manan haciendachu kani! (No soy de hacienda), me contestó con desprecio uno de ellos. Después, cuando me convencí de que los “colonos” no llegaban al pueblo, iba a las chicherías, por oír la música, y a recordar. Acompañando en voz baja la melodía de las canciones, me acordaba de los campos y las piedras, de las plazas y los templos, de los pequeños ríos adonde fui feliz. Y podía permanecer muchas horas junto al arpista o en la puerta de calle de las chicherías, escuchando. Porque el valle cálido, el aire ardiente, y las ruinas cubiertas de alta yerba de los otros barrios, me eran hostiles.
[…]



pp. 235-245:

VI
Zumbayllu

La terminación quechua yllu es una onomatopeya. Yllu representa en una de sus formas la música que producen las pequeñas alas en vuelo; música que surge del movimiento de objetos leves. Esta voz tiene semejanza con otra más vasta: illa. Illa nombra a cierta especie de luz y a los monstruos que nacieron heridos por los rayos de la luna. Illa es un niño de dos cabezas o un becerro que nace decapitado; o un peñasco gigante, todo negro y lúcido, cuya superficie apareciera cruzada por una vena ancha de roca blanca, de opaca luz; es también illa una mazorca cuyas hileras de maíz se entrecruzan o forman remolinos; son illas los toros míticos que habitan el fondo de los lagos solitarios, de las altas lagunas rodeadas de totoras, pobladas de patos negros. Todos los illas, causan el bien o el mal, pero siempre en grado sumo. Tocar un illa, y morir o alcanzar la resurrección, es posible. Esta voz illa tiene parentesco fonético y una cierta comunidad de sentido con la terminación yllu.

Se llama tankayllu al tábano zumbador e inofensivo que vuela en el campo libando flores. El tankayllu aparece en abril, pero en los campos regados se le puede ver en otros meses del año. Agita sus alas con una velocidad alocada, para elevar su pesado cuerpo, su vientre excesivo. Los niños lo persiguen y le dan caza. Su alargado y oscuro cuerpo termina en una especie de aguijón que no sólo es inofensivo, sino dulce. Los niños le dan caza para beber la miel en que está untado ese falso aguijón. Al tankayllu no se le puede dar caza fácilmente, pues vuela alto, buscando la flor de los arbustos. Su color es raro, tabaco oscuro; en el vientre lleva unas rayas brillantes; y como el ruido de sus alas es intenso, demasiado fuerte para su pequeña figura, los indios creen que el tankayllu tiene en su cuerpo algo más que su sola vida. ¿Por qué lleva miel en el tapón del vientre? ¿Por qué sus pequeñas y endebles alas mueven el viento hasta agitarlo y cambiarlo? ¿Cómo es que el aire sopla sobre el rostro de quien lo mira cuando pasa el tankayllu! Su pequeño cuerpo no puede darle tanto aliento. Él remueve el aire, zumba como un ser grande; su cuerpo afelpado desaparece en la luz, elevándose perpendicularmente. No, no es un ser malvado; los niños que beben su miel sienten en el corazón, durante toda la vida, como el roce de un tibio aliento que los protege contra el rencor y la melancolía. Pero los indios no consideran al tankayllu una criatura de Dios como todos los insectos comunes; temen que sea un réprobo. Alguna vez los misioneros debieron predicar contra él y otros seres privilegiados. En los pueblos de Ayacucho hubo un danzante de tijeras que ya se ha hecho legendario. Bailó en las plazas de los pueblos durante las grandes fiestas; hizo proezas infernales en las vísperas de los días santos; tragaba trozos de acero, se atravesaba el cuerpo con agujas y garfios; caminaba alrededor de los atrios con tres barretas entre los dientes; ese danzak' se llamó “Tankayllu”. Su traje era de piel de cóndor ornado de espejos.

Pinkuyllu es el nombre de la quena gigante que tocan los indios del sur durante las fiestas comunales. El pinkuyllu no se toca jamás en las fiestas de los hogares. Es un instrumento épico. No lo fabrican de caña común ni de carrizo, ni siquiera de mámak', caña selvática de grosor extraordinario y dos veces más larga que la caña brava. El hueco del mámak' es oscuro y profundo. En las regiones donde no existe el huaranhuay, los indios fabrican pínkuyllus menores de mámak', pero no se atreven a dar al instrumento el nombre de pinkuyllu, le llaman simplemente mámak', para diferenciarlo de la quena familiar. Mámak' quiere decir la madre, la germinadora, la que da origen; es un nombre mágico. Pero no hay caña natural que pueda servir de materia para un pinkuyllu; el hombre tiene que fabricarlo por sí mismo. Construye un mámak' más profundo y grave; como no nace ni aun en la selva. Una gran caña curva. Extrae el corazón de las ramas del huaranhuay, luego lo curva al sol y lo ajusta con nervios de toro. No es posible ver directamente la luz que entra por el hueco del extremo inferior del madero vacío, sólo se distingue una penumbra que brota de la curva, un blando resplandor, como el del horizonte en que ha caído el sol.

El fabricante de pinkuyllus abre los huecos del instrumento dejando aparentemente distancias excesivas entre uno y otro. Los dos primeros huecos deben ser cubiertos por el pulgar y el índice, o el anular, abriendo la mano izquierda en toda su extensión; los otros tres por el índice, el anular y el meñique de la mano derecha, con los dedos muy abiertos. Los indios de brazos cortos no pueden tocar pinkuyllu. El instrumento es tan largo que el hombre mediano que pretende servirse de él tiene que estirar el cuello y levantar la cabeza como para mirar el cénit. Lo tocan en tropas, acompañándose de tambores; en las plazas, el campo abierto o en los corrales y patios de las casas, no en el interior de las habitaciones.

Sólo la voz de los wak'rapukus es más grave y poderosa que la de los pinkuyllus. Pero en las regiones donde aparece el wak'rapuku ya no se conoce el pinkuyllu. Los dos sirven al hombre en trances semejantes. El wak'mpuku es una corneta hecha de cuernos de toro, de los cuernos más gruesos y torcidos. Le ponen boquilla de plata o de bronce. Su túnel sinuoso y húmedo es más impenetrable y oscuro que el del pinkuyllu, y como él, exige una selección entre los hombres que pueden tocarlo.

En el pinkuyllu y el wak'rapuku se tocan sólo canciones y danzas épicas. Los indios borrachos llegan a enfurecerse cantando las danzas guerreras antiguas; y mientras otros cantan y tocan, algunos se golpean ciegamente, se sangran y lloran después, junto a la sombra de las altas montañas, cerca de los abismos, o frente a los lagos fríos, y la estepa.

Durante las fiestas religiosas no se oye el pinkuyllu ni el wak'rapuku. ¿Prohibirían los misioneros que los indios tocaran en los templos, en los atrios o junto a los tronos de las procesiones católicas estos instrumentos de voz tan grave y extraña? Tocan el pinkuyllu y el wak'rapuku en el acto de la renovación de las autoridades de la comunidad; en las feroces luchas de los jóvenes, durante los días de carnaval; para la hierra del ganado; en las corridas de toros. La voz del pinkuyllu o del wak'rapuku los ofusca, los exalta, desata sus fuerzas; desafían a la muerte mientras lo oyen. Van contra los toros salvajes, cantando y maldiciendo; abren caminos extensos o túneles en las rocas; danzan sin descanso, sin percibir el cambio de la luz ni del tiempo. El pinkuyllu y el wak'rapuku marcan el ritmo; los hurga y alimenta; ninguna sonda, ninguna música, ningún elemento llega más hondo en el corazón humano.

La terminación yllu significa propagación de esta clase de música, e illa, la propagación de la luz no solar. Kiüa es la luna, e illapa el rayo. Illariy nombra el amanecer, la luz que brota por el filo del mundo, sin la presencia del sol. Illa no nombra la fija luz, la esplendente y sobrehumana luz solar. Denomina la luz menor: el claror, el relámpago, el rayo, toda luz vibrante. Estas especies de luz no totalmente divinas con las que el hombre peruano antiguo cree tener aún relaciones profundas, entre su sangre y la materia fulgurante.

¡Zumbayllu! En el mes de mayo trajo Antero el primer zumbayllu al Colegio. Los alumnos pequeños lo rodearon.

- ¡Vamos al patio, Antero!
- ¡Al patio, hermanos! ¡Hermanitos!
Palacios corrió entre los primeros. Saltaron el terraplén y subieron al campo de polvo. Iban gritando:
- ¡Zumbayllu, zumbayllu!

Yo los seguí ansiosamente.

¿Qué podía ser el Zumbayllu!? ¿Qué podía nombrar esta palabra cuya terminación me recordaba bellos y misteriosos objetos? El humilde Palacios había corrido casi encabezando todo el grupo de muchachos que fueron a ver el Zumbayllu; había dado un gran salto para llegar primero al campo de recreo. Y estaba allí, mirando las manos de Antero. Una gran dicha, anhelante, daba a su rostro el esplendor que no tenía antes. Su expresión era muy semejante a la de los escolares indios que juegan a la sombra de los molles, en los caminos que unen las chozas lejanas y las aldeas. El propio “Añuco”, el engreído, el arrugado y pálido “Añuco”, miraba a Antero desde un extremo del grupo; en su cara amarilla, en su rostro agrio, erguido sobre el cuello delgado, de nervios tan filudos y tensos, había una especie de tierna ansiedad. Parecía un ángel nuevo, recién convertido.

Yo recordaba al gran “Tankayllu”, el danzarín cubierto de espejos, bailando a grandes saltos en el atrio de la iglesia. Recordaba también el verdadero tankayllu, el insecto volador que perseguíamos entre los arbustos floridos de abril y mayo. Pensaba en los blancos pinkuyllus que había oído tocar en los pueblos del sur. Los pinkuyllus traían a la memoria la voz de los wak'rapukus, ¡y de qué modo la voz de los pinkuyllus y wak'rapukus es semejante al extenso mugido con que los toros encelados se desafían a través de los montes y los ríos!

Yo no pude ver el pequeño trompo ni la forma cómo Antero lo encordelaba. Me dejaron entre los últimos, cerca del “Añuco”. Sólo vi que Antero, en el centro del grupo, daba una especie de golpe con el brazo derecho. Luego escuché un canto delgado.

Era aún temprano; las paredes del patio daban mucha sombra; el sol encendía la cal de los muros, por el lado del poniente. El aire de las quebradas profundas y el sol cálido no son propicios a la difusión de los sonidos; apagan el canto de las aves, lo absorben; en cambio, hay bosques que permiten estar siempre cerca de los pájaros que cantan. En los campos templados o fríos, la voz humana o la de las aves es llevada por el viento a grandes distancias. Sin embargo, bajo el solo denso el canto del Zumbayllu se propagó con una claridad extraña: parecía tener agudo filo. Todo el aire debía estar henchido de esa voz delgada; y toda la tierra, ese piso arenoso del que parecía brotar.

- ¡Zumbayllu, Zumbayllu!

Repetí muchas veces el nombre, mientras oía el zumbido del trompo. Era como un coro de grandes tankayllus fijos en un sitio, prisioneros sobre el polvo. Y causaba alegría repetir esta palabra, tan semejante al nombre de los dulces insectos que desaparecían cantando en la luz.

Hice un gran esfuerzo; empujé a otros alumnos más grandes que yo y pude llegar al círculo que rodeaba a Antero. Tenía en las manos un pequeño trompo. La esfera estaba hecha de un coco de tienda, de esos pequeñísimos cocos grises que vienen enlatados; la púa era grande y delgada. ¡Cuatro huecos redondos, a manera de ojos, tenía la esfera! Antero encordeló el trompo, lentamente, con una cuerda delgada; le dio muchas vueltas, envolviendo la púa desde su extremo afilado; luego lo arrojó. El trompo se detuvo, un instante, en el aire y cayó después en un extremo del círculo formado por los alumnos, donde había sol. Sobre la tierra suelta, su larga púa trazó líneas redondas, se revolvió lanzando ráfagas de aire por sus cuatro ojos; vibró como un gran insecto cantador, luego se inclinó, volcándose sobre el eje. Una sombra gris aureolaba su cabeza giradora, un círculo negro lo partía por el centro de la esfera. Y su agudo canto brotaba de esa faja oscura. Eran los ojos del trompo, los cuatro ojos grandes que se hundían, como en un líquido, en la dura esfera. El polvo más fino se levantaba en círculo envolviendo al pequeño trompo.

El canto del zumbayllu se internaba en el oído, avivaba en la memoria la imagen de los ríos, de los árboles negros que cuelgan en las paredes de los abismos.

Miré el rostro de Antero. Ningún niño contempla un juguete de ese modo. ¿Qué semejanza había, qué comente, entre el mundo de los valles profundos y el cuerpo de ese pequeño juguete móvil, casi proteico, que escarbaba cantando la arena en la que el sol parecía disuelto?

Antero tenía cabellos rubios, su cabeza parecía arder en los días de gran sol. La piel de su rostro era también dorada; pero tenía muchos lunares en la frente. “Candela” le llamaban sus condiscípulos; otros le decían en quechua “Markask'a»”, “El Marcado”, a causa de sus lunares. Antero miraba el Zumbayllu con un detenimiento contagioso. Mientras bailaba el trompo todos guardaban silencio. Así atento, agachado, con el rostro afilado, la nariz delgada y alta, Antero parecía asomarse desde otro espacio.

De pronto, Lleras gritó, cuando aún no había caído el trompo:

- ¡Fuera, akatank'as! ¡Mirando esa brujería del “Candela”! ¡Fuera, zorrinos!

Nadie le hizo caso. Ni siquiera el “Añuco”. Seguimos oyendo al zumbayllu.

- ¡Zorrinos, zorrinos! ¡Pobres k'echas! (meones) - amonestaba Lleras, con voz casi indiferente.

El zumbayllu se inclinó hasta rozar el suelo; apenas tocó el polvo, la esfera rodo en línea curva y se detuvo.

- ¡Véndemelo! -le grité a Antero-. ¡Véndemelo!

Antes de que nadie pudiera impedírmelo me lancé al suelo y agarré el trompo. La púa era larga, de madera amarilla. Esa púa y los ojos, abiertos con clavo ardiendo, de bordes negros que aún olían a carbón, daban al trompo un aspecto irreal. Para mí era un ser nuevo, una aparición en el mundo hostil, un lazo que me unía a ese patio odiado, a ese valle doliente, al Colegio. Contemplé detenidamente el juguete, mientras los otros chicos me rodeaban sorprendidos.

- ¡No le vendas al foráneo! - pidió en voz alta el “Añuco”.
- ¡No le vendas a ése! - dijo otro.
- ¡No le vendas! -exclamó con voz de mando, Lleras-. No le vendas, he dicho.

Lleras se abrió paso a empujones y se paró frente a Antero. Le miré a los ojos. Yo sé odiar, con pasajero pero insofrenable odio. En los ojos de Lleras había una especie de mina de poco fondo, sucia y densa.

¿Alguien había detenido el relámpago turbio de sus ojos? ¿Algún pequeño había permanecido quieto delante de él, mirándolo con odio creciente, arrollador de todo otro sentimiento?

- Te lo vendo, forastero. ¡Te lo regalo, te lo regalo! -exclamó Antero, cuando aún la mirada de Lleras chocaba contra la mía.

Abracé al “Markask'a”, mientras los otros hacían bulla, como si aplaudieran.

- Deja a los k'echas, campeón - habló el “Añuco” con cierta dulzura.
- ¡Regalo éstos también! - dijo Antero. Y echó al aire varios zumballus.

Los chicos pelearon alegremente por apoderarse de los trompos. Lleras y “Añuco” se fueron al patio de honor.

Los dueños de los otros zumbayllus improvisaron cordeles; reunidos en pequeños grupos empezaron a hacer bailar sus trompos. Se oía la voz de algunos zumbayllus. Desde los extremos del patio llegaba el zumbido leve y penetrante.

Era como si hubiera venido desde algún bosque de arbustos floridos una tropa pequeña de insectos cantadores, que extraviados en el patio seco se levantaran y cayeran en el polvo.

Rogué a Antero que lanzara su trompo. Junto a nosotros se volvió a reunir el grupo más numeroso de alumnos. Nadie hacía bailar el trompo durante más tiempo ni con la intensidad que Antero. Sus dedos envolvían al trompo como a un gran insecto impaciente. Cuando tiraba de la cuerda, la gris esfera se elevaba hasta la altura de nuestros ojos, y caía lentamente.

- Ahora tú -me dijo-. Ya has visto cómo lo hago bailar.

Yo tenía la seguridad de que encordelaría bien el zumbayllu y que lo lanzaría como era debido. Estaba impaciente y temeroso. Agarré el trompo y empecé a envolverle la cuerda. Ajustaba el cordel en la púa, ciñendo las vueltas lentamente y tirando fuerte. Aseguré el trompo entre mis dedos, en la mano izquierda; saqué el extremo de la cuerda por el arco que formaban el índice y el anular, como lo había visto hacer al «Candela».

- ¡Pretensión del foráneo!
- ¡El forasterito!
- ¡El sonso!

Empezaron a gritar los abanquinos.

- Este juego no es para cualquier forastero. Pero Antero, que me había estado observando atentamente, exclamó:
- ¡Ya está! ¡Ya está, hermano!

Tiré de la cuerda, cerrando los ojos. Sentí que el zumbayllu giraba en la palma de mi mano. Abrí los dedos cuando todo el cordel se desenrolló. El zumbayllu saltó silbando en el aire; los alumnos que estaban de pie se echaron atrás; le dieron campo para que cayera al suelo. Cuando lo estuve contemplando, ante el silencio de los otros chicos, tocaron la campana anunciando el fin del recreo. Huyeron casi todos los alumnos del grupo. Sólo quedaron dos o tres, ante quienes Antero me felicitó solemnemente.

- ¡Casualidad! —dijeron otros.
- ¡Zumbayllero de nacimiento! - afirmó el “Candela” - ¡Como yo, zumbayllero!

La base de sus cabellos era casi negra, semejante a la vellosidad de ciertas arañas que atraviesan lentamente los caminos después de las lluvias torrenciales. Entre el color de la raíz de sus cabellos y sus lunares había una especie de indefinible pero clara identidad. Y sus ojos parecían de color negro a causa del mismo inexplicable misterio de su sangre.
[…]

pp. 362-364:

A la salida del templo, bajo el sol radiante, la banda de músicos tocó una marcha. Era una banda numerosa, desfilaron de cuatro en fondo, hacia el centro del parque. Los últimos soldados quedaron iluminados, como reducidos por los grandes instrumentos metálicos que cargaban.

- ¡Soldaditos, soldaditos! - gritaban algunos chicos, y todos los seguimos.

No habíamos oído nunca, la mayor parte de los niños de Abancay, una gran banda militar. Los pequeños soldados que cargaban, en las últimas filas, esos inmensos instrumentos, nos regocijaban; saltábamos de dicha. El director tenía dos galones dorados, de sargento; era muy alto; una hermosa barriga le daba solemnidad a su gran estatura.

Formó la banda en la glorieta del parque. Yo estaba con Palacitos y el “Chipre”. Los clarinetes negros y sus piezas de metal, tan intrincadas, nos cautivaron; yo miraba funcionar los delgados brazos de plata que movían los tapones, cómo descubrían y cerraban los huecos del instrumento, cómo dejaban escapar el aire y los sonidos tan distintos. Los saxofones brillaban íntegramente; los soldados los levantaban dirigiéndolos hacia nosotros. Cantaban con voz de seres humanos, estos instrumentos plateados en los que no se veía ni un trozo de madera ni de metal amarillo. Sostenían un tono, largamente, con dulzura; la voz grave inundaba mi alma. No era como la del gran pinkuyllu del sur ni como la del wak’rapuku chanka. En esa plaza caldeada, el saxofón tan intensamente plateado, cantaba como si fuera el heraldo del sol; sí, porque ningún instrumento que vi en los pueblos de los Andes, ningún instrumento que mestizos e indios fabrican tienen relación con el sol. Son como la nieve, como la luz nocturna, como la voz del agua, del viento o de los seres humanos. Sólo ese canto de los saxofones y de las trompetas metálicas que los soldados elevaban jubilosamente, me parecía que iba al sol y venía de él. Uno de los músicos, que tocaba trombón, hacía funcionar el émbolo, como un héroe de circo. Los tamboriles y el tocador del platillo parecían brujos o duendes benéficos; veíamos en el aire algún percutor de redoblante, girando. A instantes callaban los bajos y escuchábamos la melodía en los clarinetes y saxofones; y luego, como un río sonoro, dominado, que llegara de repente con todo su caudal a un bosque donde cantaran calandrias, elevaban su voz, sacudiendo las barandas y el techo de la glorieta, los instrumentos metálicos, los trombones y los discos que marcaban el compás. Un soldado en cuyo pecho resaltaban los botones dorados del uniforme, golpeaba los discos. Yo no sabía que tenían un nombre tan escaso, “platillos”. Los chocaba a veces con furia; los hacía estallar y me parecía extraño que no saltaran de esos golpes, por el filo de los discos, culebrillas de fuego. Los miraba, a ratos, atentamente, esperando.

No sólo la plaza; la fachada del templo, cubierta de cal; las torres, los balcones, las montañas y los bosques ralos que escalaban por las faldas de la cordillera, hasta cerca de la región helada; el cielo despejado en que el sol resplandecía; todo estaba encantado por la música de la banda del regimiento, por la armonía impuesta a tantos instrumentos misteriosos. El director no nos miraba. A cada instante que pasaba nos parecía más poderoso, de mayor estatura; su majestuosa barriga debía cumplir alguna misión indispensable en la forma como él hacía callar a unos músicos, apaciguaba con las manos los sonidos o, repentinamente, ponía en marcha las trompetas.
Cuando tocaron un huayno, se levantó un alarido alrededor de la glorieta.
[…]



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Visiones y recuerdos de cuatro amigos de Arguedas 
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Enlaces

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