Atanasio Fuentes vivió la transición de los tiempos coloniales a los republicanos durante el siglo XIX. Médico, abogado, periodista, estadígrafo y costumbrista, participó de manera activa y prolífica (ejerció numerosos cargos públicos y publicó numerosas obras) en la tarea de pensar y proponer el nuevo país. Fuentes refleja el pensamiento predominante en la élite (aristocrático-burguesa) de la Lima de esos años; habiendo nacido en 1820, muy probablemente recibió una educación aún anclada en principios de raza y clase coloniales. Sobre este sustrato ideológico, acopló una visión de país inspirado en el modelo republicano europeo, que sólo sirvió para perpetuar privilegios (sobretodo comerciales) en la élite capitalina. En "Estadística general de Lima" de 1858, describe las siguientes fiestas y espectáculos (de origen europeo) de la ciudad: Corridas de Toros,Teatro, Peleas de gallos, Moros y cristianos, Diablos y gigantes, Juego de carnavales, Fiestas cívicas-fuegos artificiales, Procesiones, Títeres y volatines. De ellas, se transcriben las que eran practicadas íntegramente por población afroperuana, constatando que excepto la Danza de los Diablos, se han ido extinguiendo con el tiempo. Incluso, la danza del Son los Diablos estuvo a punto de quedar en el recuerdo, si no se hubiera hecho un trabajo consciente de recuperación y recreación desde fines de los 50 (a través de la Compañía Pacho Fierro que impulsó José Durand). A partir de la página 596, luego de invocar la abolición de estos espectáculos "por el decoro del país", Fuentes transcribe íntegramente dos textos del Mercurio Peruano de 1791. El primero forma parte de este post, el segundo, forma un post aparte de este blog, que va enlazado al final.
//marcela cornejo
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Fuente:
Estadística General de Lima
Manuel Atanasio Fuentes
Lima, Tip. Nacional de M.N. Corpancho, por J.H. del Campo, 1858, pp. 595-597
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Estadística General de Lima
Manuel Atanasio Fuentes
Lima, Tip. Nacional de M.N. Corpancho, por J.H. del Campo, 1858, pp. 595-597
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Moros y cristianos
Vamos a hablar de unos odiosos y repugnantes espectáculos que, aunque reprobados por la civilización, existen todavía entre nosotros, con mengua de la moral y del orden público y con ofensa de la misma religión. La llamada danza de moros y cristianos tiene un objeto ostensiblemente religioso, pues con ellas se celebran las bajadas y posturas de las cruces de los cementerios de las parroquias en los meses de mayo. Fórmanse dos bandos, uno de moros y otro de cristianos, que sostienen una lucha hasta conseguir que triunfe la religión de los últimos, y hacer que los otros rindan veneración a la cruz. Para el efecto se levantan en las calles públicas dos altos tabladillos que representan los campos enemigos. Se envían de uno a otro embajadores que recitan relaciones disparatadas y en el lenguaje impropio e incorrecto de la plebe. Si se atiende a que los actores de la farsa son los negros aguadores, será fácil calcular el mérito de la declamación y de los recitados. Nada puede ser ciertamente, más desagradable, que ver una calle llena de plebe que se entrega con abuso al licor para lanzar, en presencia de todo el mundo y sin menor respeto social, las palabras más soeces y atrevidas; ocupadas las veredas de escaños, mesas y mostradores, para proporcionar asientos altos a los concurrentes; las figuras ridículas de esos reyes negros parodiando a los hijos de Granada, la multitud de vendedores de licor y de buñuelos que llenan el tránsito de fogones para infestar el aire con el humo, y sin embargo, esa diversión abolida por los esfuerzos del General Suárez en los tiempos que desempeñó la Intendencia de Policía, ha renacido el año pasado, y lo que es peor, a pesar de la prohibición de la Municipalidad, empeñada como es natural, en extirpar una costumbre perniciosa, y con la cual so pretexto de solemnizar un acto religioso, aparecemos ante el mundo civilizado como un pueblo salvaje y supersticioso
Diablos y gigantes
No es menos vituperable y ofensiva a la moral pública, la danza titulada de diablos, que suele hacer compañía a algunas procesiones; ella fue introducida por los negros bozales y después continuada por los criollos. Adórnanse los hombres con vestidos extravagantes, cubriéndose el rostro con máscaras que figuran caras de diablos ó de animales; otros acompañantes van tocando arpas, guitarras y violines, y otros haciendo grande estrépito con mandíbulas de burro y con unas cajas cuyas tapas golpean con furor. Forma esa música un estruendo desagradable, y el son de ella es seguido con un baile de los diablos que consiste en movimientos obscenos acompañados de gesticulaciones salvajes. Tan horrible cortejo sigue a las procesiones y por tres ó cuatro días después de ellas, recorren las calles esas bandas verdaderamente diabólicas, compuestas de aguadores y sirvientes que abandonan totalmente sus deberes, para entregarse al vicio y la licenciosidad.
Sirven igualmente de acompañamiento a las procesiones de Cuasimodo, los titulados gigantes, figuras colosales de madera dentro de las cuales va un hombre que las carga. La tropa de gigantes es altamente ridícula y mucho más repugnante cuanto que se cree rendir culto a la divinidad con mojigangas que se toman de pretexto para el desenfreno y la crápula.
Por respeto a la religión misma, por decoro del país, por honor de lo gobiernos, deberían abolirse del todo esos espectáculos. El pueblo no puede civilizarse ni moralizarse mientras se fomenten sus malos instintos y se respeten costumbres nacidas en los tiempos de la barbarie. Hemos dicho que la danza de diablos fue introducida por los negros bozales y creemos que se leerá con interés la relación de las fiestas y ceremonias que éstos tenían hasta una época bien reciente, y que sacamos del Mercurio Peruano del año 1791:
Las castas principales de los negros que nos sirven son diez: la de los Terranovos, Lucumés, Mandingas, Cambundas, Carabalíes, Cangues, Chalas, Huarochiríes, Congos y Misangas. Sus nombres no son todos derivados precisamente del país originario de cada casta: hay algunos arbitrarios, como el de Huarochiríes, y otros que les vienen por el paraje de sus primeros desembarques, como el de Terranovos.
Todas estas castas están sujetas a dos caporales mayores que ellos mismos eligen, los cuales se mantienen en el goce del empleo hasta que mueren. La elección se hace en la capilla de Nuestra Señora del Rosario, fundada y costeada por las naciones en el convento grande de Santo Domingo. Los vocales que entran a la votación son los negros capataces y veinticuatros (los llamaríamos Senadores si no temiésemos profanar este nombre) de cada nación: quienes a presencia del padre capellán de su cofradía hacen la elección, y siempre procuran nombrar aquellos sujetos más antiguos y descendientes de los fundadores. El nombre del electo se sienta en el libro que a este fin tienen, sin que a este acto concurra ni influya la real justicia.
Las mismas formalidades se observan cuando se nombra un caporal subalterno para cada nación parcialmente, ó alguno de los hermanos veinticuatros, pero éstos para ser admitidos contribuyen, el caporal con diez pesos y el hermano con doce. Este dinero se invierte por mitad entre el culto de Nuestra Señora y el refresco que se sirve al común de electores, cuyas determinaciones se asientan en el libro insinuado.
Estas dignidades acarrean al que las posee mucha consideración por parte de los de su tribu; pero en lo demás de su esclavitud y servicios son absolutamente inútiles, no proporcionándoles alivio alguno. Es cosa digna de risa o más bien de compasión, ver al soberano de una nación africana ir a segar yerba con sus súbditos a las dos ó tres de la mañana, y tal vez recibir de manos de ellos, los azotes que el mayordomo les fulmina [sic.]. Uno de nosotros preguntó hace días ¿quién era un negro que se hallaba de cabeza en el cepo en la chacra de ***? No pudo reprimir las lágrimas cuando le respondieron "este es el rey de los Congos". Un nombre augusto, a quien hemos aprendido a venerar desde la cuna, excita el respeto, y un obsequio casi sagrado, aún cuando se haya colocado por ironía o por abuso.
Todas las insinuadas naciones fomentan el culto de Nuestra Señora del Rosario, mediante la contribución anual de medio real cada individuo, la que verifican el domingo después del Corpus en una mesa que ponen en la plazuela de Santo Domingo, sin que haya tradición de que se excedan en oblar mayor cantidad. Con el monto total de lo que se recoge, se costea la fiesta que cada año se hace a la indicada imagen y se sufraga lo demás necesario para su culto.
La función de finados tiene los mismos recursos. Cada casa cofradía exhibe seis reales y con ellos se costean las misas y responsos. Los caporales mayores perciben el sobrante cuando lo hay, y lo invierten entre los demás caporales subalternos y hermanos, quienes están subordinados en todo a las determinaciones de dichos mayores.
En tiempos pasados, los Terranovos y Lucumés se dedicaron al culto de la imagen de San Salvador en el convento grande de Nuestra Señora de las Mercedes. En el día tienen esta devoción los negros Congos, cuya cofradía está situada en el platanar de San Francisco de Paula, con el único arbitrio de la limosna que entre ellos mismos, voluntariamente se recoge. Los Mandingas tenían así mismo, una hermandad en la iglesia del convento grande de San Francisco dedicada a la Virgen bajo la advocación de Nuestra Señora de Los Reyes; hoy en día se halla arruinada y en el mismo estado paran las demás cofradías que hubo en las iglesias de San Sebastián, Monserrat, Baratillo y en otra pequeña al bajar el puente. Los negros y mulatos carretoneros tienen una hermandad en San Agustín para el culto de San Nicolás. La mayor parte de éstos son criollos, elijen su mayordomo con intervención de la Real Justicia, aunque no tienen más fondo para su subsistencia, que las contribuciones gratuitas de los mismos cofrades.
La fiesta en que más se esmeran para salir con lucimiento es el Domingo de la infraoctava de Corpus. Todas las tribus se juntan para la procesión que aquel día sale del convento grande de Santo Domingo. Cada una lleva su bandera y quita-sol bajo del cual va el Rey o la Reyna, con cetro en la derecha y bastón o algún instrumento en la izquierda. Los acompañan todos los demás de la nación con unos instrumentos estrepitosos, los más de un ruido muy desagradable. Los súbditos de la comitiva que precede a los reyes van a porfía en revestirse de trajes horribles. Algunos se disfrazan de diablos ó de emplumados, otros imitan a los osos con pieles sobrepuestas, otros representan unos monstruos con cuernos, plumas de gavilanes, garras de leones, colas de serpientes. Todos van armados con arcos, flechas, garrotes y escudos, se tiñen las caras de colorado ó azul según el uso de sus países, y acompañan a la procesión con unos alaridos y ademanes tan atroces como si efectivamente atacasen al enemigo. La seriedad y feroz entusiasmo con que representan todas esas escenas nos dan una idea de la barbaridad con que harán sus acometidas marciales. Esta decoración que sería agradable en una máscara de carnaval, parece indecente en una función eclesiástica, y más en una procesión en que el menor objeto impertinente profana la dignidad del acto sagrado y disipa la devoción de los concurrentes. Puede que nuestros hijos vean la reforma de estos abusos de igual naturaleza, cuya extirpación deseamos desde ahora. A buena cuenta la superioridad ha impedido que los negros lleven y disparen armas de fuego en el discurso de la procesión, como lo hacían antes.
Cofradías de "negros bozales" en la Colonia
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Enlaces:
Son de los Diablos
"La música negra que yo conocí" - Alicia Maguiña
Aletazos del Murciélago
Estadística General de Lima
Doce pares de Francia en el ande peruano
Textos sobres gigantes y papahuevos en las fiestas españolas
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