Un cuento de Edgardo Rivera Martínez que trata sobre la conflictiva relación padre-hijo (el parricidio simbólico), la violencia, la soledad, la muerte... en el escenario de un paisaje tan hermoso como agreste, y de un bandolerismo que campeó -a falta de Estado, en sus diversas formas regionales- en el Perú hasta la década de 1940.
En este contexto, resuena el canto como medio de registro auroral de la historia de los pueblos. La idea del cantar heroico como hilo conductor entre la vida y la muerte, entre la memoria y el olvido. La comunión del artista con lo sobrenatural.
// m. cornejo d.
Fuente:
Edgardo Rivera Martinez
Cuentos Completos
Lima : Instituto Nacional de Cultura, 2da ed.
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Cantar de Misael
(pp. 31-33)
A la luz de un mechero Juan Gonzáles había atendido a los viajeros. Allí en su toldo remecido a ratos por el viento, en esa noche de junio, a mitad de camino entre Parcos y Julcamarca, pues por ahí pasaban las gentes de Laraos, de Maras, de Acobamba, que se dirigían a la fiesta de la Virgen de las Nieves, en Huari. Se detenían para tomar un caldo, una taza de café, una copa de aguardiente. Era así todos los años, y todos los años ponía Juan Gonzáles su tienda en ese paraje, hombre ya de edad como era, viudo y andariego. Plantaba su carpa y ya sabían peregrinos y negociantes que tenían allí un sitio donde calentarse y descansar, para luego continuar su ruta. Y el ganaba así con qué vivir durante unas semanas, y seguir después de un lado a otro, con su morral y su vihuela. Si, porque si no trabajaba en un tambo improvisado como ese, tocaba en bautizos, matrimonios y entierros, y por eso, y por amor a su arte, llevaba siempre consigo su instrumento. Es por eso pues, que cuando consideró a esa hora que no habría ya más clientes, apagó la cocinilla y se sentó junto al candil. Por un espacio estuvo inmóvil, masticando unas hojas de coca. En algún momento, también, miró hacia afuera y trató de ver en la obscuridad, pues no olvidaba lo sucedido en la víspera, cuando creyó percibir una silueta, allá al pie del roquerío, mientras rasgaba un pasacalle. La silueta de un hombre que al parecer lo escuchaba muy atento. Mas no, no se distinguía a nadie, y sólo se oía el silbido intermitente del aire de la puna. Después de unos minutos Juan Gonzáles se levantó y verificó si las cuerdas se encontraban bien templadas. Quiso iniciar luego un preludio, pero una desazón se lo impidió. ¡Era tan solitario ese recodo! Esbozó no obstante unos arpegios, mas tampoco puso seguir y se quedó mirando, pensativo, la llama. De pronto se dio vuelta, sobresaltado. Alguien se había aproximado sin decidirse a entrar. "Pase usted..." dijo Juan Gonzáles. Al cabo de unos instantes se mostró un hombre flaco, encorvado, terroso el semblante, y sus ojos, de un brillo apagado, apenas si miraron a quien lo había invitado a ingresar, y se posaron más bien en la guitarra. Habló en fin, con voz queda, y preguntó: "¿y no va usted a tocar? ¿no va a tocar esos huaynos tan hermosos?" "Sí, si voy a hacerlo", dijo Juan Gonzáles, desconcertado, y sin dejar de mirar al desconocido. ¿De dónde vendría? ¿no lo había visto alguna vez? Volvió a coger su vihuela y ensayó unos compases. cantó después el yaraví que dice: Tipunallay muna runa/ manarajmi ripunicho/ manarajmi taniricho/ huasillayman apacllayta. Yaraví tan bello pero que no alcanzó a atenuar la sensación de esa presencia insistente, tan callada, tan melancólica. Se detuvo, pues, Juan Gonzáles e inquirió: "¿y cómo sabía usted que toco y canto? ¿estuvo ahí esa noche, escuchando en la oscuridad? ¿quién es usted?" El visitante no respondió y por un rato nada rompió el silencio. Entonces Juan Gonzáles dejó a un lado su instrumento y se puso a ordenar platos y pocillos. Lavó también los vasos usados y como el forastero continuaba allí, le preguntó: "Y usted ¿no sabe tocar? ¿no es también músico?" No obtuvo ninguna contestación, por lo cual prosiguió: "si, usted debe ser, pero de seguro no querrá hacerse escuchar..." El otro se obstinó en su mutismo, aunque se habría dicho que por unos segundos destelló en sus pupilas un fulgor metálico. Si, sin duda era suya la figura que Juan Gonzáles había entrevisto en la noche precedente, ahí en la sombra, al acecho de los sonidos. ¿Quién era, pues? Mientras tanto el desconocido se decidió, avanzó y tomó la vihuela. Probó con cuidado unos acordes, como quien comprueba si aún puede hacer vibrar con limpieza las cuerdas. Se concentró luego, y empezó un preludio al modo apurimeño. No, no de aquellos que eran familiares a Juan Gonzáles, sino otro, más sobrio, incluso austero. Una música que repitió una y dos veces. Guardó silencio, después, y tras de un momento abordó un huayno. Uno que Juan Gonzáles estuvo cada vez más convencido de haber oído hacía mucho tiempo, aunque sin que pudiera precisar cuándo ni dónde. El hombre cantó: "agua, lucero, viento,/ ¿adónde iré/ si para mi no hay luz?/ ¿adónde, si para mí no hay dónde?" Y entonces, de repente, Juan Gonzáles recordó la casa de Lircay, en que Timoteo Calixto tocaba en su arpa esa melodía. Sí, Timoteo Calixto, tío abuelo suyo, ya tan enfermo en esa época distante. El era aún niño por entonces, y miraba deslumbrado al viejo artista, al que todos sabían en el umbral de la muerte. Allí en el patio, mientras caía la noche y el viento mecía los pisonayes del cerco. ¡Cuán remoto todo aquello! mas, ¿cómo conocía el forastero esa letra y música? ¿cómo si eran creación del anciano en sus últimos días? El desconocido no era, por lo que podía apreciarse, un peregrino ni un comerciante, y así era muy poco probable que hubiese llegado alguna vez a ese pueblo tan lejano. Quizás su lugar de origen fuera, más bien, una provincia del Cuzco. Y sin embargo... una luz se hizo de pronto en su mente. Una luz inquietante. Preguntó: "Diga, ¿no es usted de Lircay? ¿no es usted hijo de Timoteo Calixto y de Tomasa Misari, ya finados? ¿no es usted Misael Calixto?" El hombre se tornó a medias, y como en sueños, repitió: "¿Lircay...? ¿Misael Calixto...?" calló después y volvió a abstraerse. Si, Misael Calixto, medio hermano de Josefa Alaya, y tío, por tanto, de Juan Gonzáles. El hijo del viejo Timoteo, que muy joven se marchó para no regresar nunca. No llegó a conocerlo Juan Gonzáles, pero muchas veces escuchó hablar de él en su infancia, y con el andar de los años supo de esa vida de arriero, vendedor de ferias, bailante, salteador y músico, que se convirtió en toda una leyenda. Y se enteró también por cierto, de la versión según la cual Misael fue apresado y muerto por unos morochucos en la puna de Tocto, y su cabeza expuesta sobre un palo en el cruce de dos caminos. Así le dijeron, y la visión de esa testa ensangrentada, exhibida de ese modo en el páramo, turbó por muchas noches su descanso. Y ahora, de súbito, lo asaltaba la sospecha de que el forastero era ese pariente. Era él, y no habría finado pues, y andaría huyendo por jalcas y quebradas. Mas entonces, ¿porqué ese aire tan absorto, y [esa] lejanía? ¿porqué parecían su rostro y su cuerpo como esfumados y sin materia? Pensó en todo eso Juan Gonzáles, y se habría formulado aún más preguntas, pero el individuo salió de su abstraimiento y dijo en un murmullo: "si, en verdad, realmente..." Habló de esa manera como para sí mismo, y después de un momento acomodó la vihuela y pulsó las cuerdas. Y cantó, acompañándose: "solo voy, y en soledad llevo/ mi ausencia,/ mi muerte,/ mi destino..." Sólo eso cantó, y fue más hondo el silencio, interrumpido apenas, de rato en rato, por el golpear de un pedazo de lona de la carpa con el viento. Dejó en fin la guitarra, y yendo hacia afuera, dijo: "Gracias Juan Gonzáles". Y sin otra palabra abandonó el toldo. Y Juan Gonzáles vio cómo se perdía en la obscuridad ese hombre enjuto y sin edad. Y se alejó por ese mundo suyo, entre el sueño y el desvarío...
(1986)
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Video
Ejemplos aproximados de formas de narrar algo través del canto. La imagen, aunque manejada con altibajos, dice más incluso que el texto (como por ejemplo, el Santiago Matamoros en el fronstispicio interior de la casa familiar al parecer abandonada, el galpón para pelea de gallos o los retratos en las paredes tapizadas. Se sobreponen o atiborran los discursos (el huayno se titula Chihuanco, nombre de un ave andina), pero aún así, en ese desorden, en ese empirismo, se dice bastante. El segundo video trabaja mejor la relación texto-imagen -proviene de una película- y connota un tema de amor, violencia y muerte en los Andes peruanos.
Chihuanco
Dúo Lircay (Huancavelica)
subido por
Cinta morada
Voz: Porfirio Aybar (Apurímac)
Guitarra: César Quispe (Ayacucho)
subido por grupo1ves
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Enlaces
Espíritu bohemio en la inmensidad de la puna
6 cuerdas entre duendes y camaquenes
El wayno